miércoles, 26 de octubre de 2011

Felipe la marca
Patricio Araya G.
Periodista

“Lo peor para el crecimiento es el desorden social… (En Chile) no hemos tenido un modelo social, tenemos un modelo político (el binominal)… Chile puede aspirar a ser como Nueva Zelanda o Finlandia… El retail tiene cosas complicadas… Los productos importados vienen etiquetados hasta con los precios… Hay una tasa (de interés) máxima legal que puede cambiar… El sector empresarial está pensando en una tasa de 20 por ciento de impuestos, pero se están quedando cortos, hay que subir más los tributos… Existe un estudio que asegura que entre variables correlacionadas, la más importante es la que compara agitación social y nivel de ingresos…”.

Todas estas afirmaciones las realizó el empresario Felipe Lamarca (ex presidente de Sofofa y Copec, y actual director de Ripley) en la última edición de “Tolerancia Cero”. Días antes había pronunciado otras parecidas en un seminario de Asexma. “Hay que hacer una reforma tributaria. El que tiene más, tiene que dar más. Ya que hemos crecido mucho, hay que solucionar los problemas. ¿Cómo? Con educación y salud. ¿Están los recursos? Entonces hay que hacer una reforma tributaria. Hay 18 formas de hacerlo... No tiremos la toalla”. (Diario Financiero, 18/10/2011).

En la ocasión, Lamarca ya había manifestado su aprehensión con el sistema binominal, que según él, sólo “se entiende con la gran empresa”. En el ámbito social, el empresario sostuvo que “en Chile hemos cambiado del cielo a la tierra, pero es un país muy desigual. No estamos contentos, si bien estamos mucho mejor que antes. Hemos tenido un record de crecimiento en los últimos 20 años pero la gente está reclamando. Concluyo que nuestro éxito económico no se ha traducido en una sociedad mejor. El problema en Chile no es económico, hay problemas de desigualdad. Hay que preocuparse de la gente” (DF).

¿Qué más se podría agregar a estas inquietudes? Las palabras de Felipe Lamarca, en clave de mea culpa, al parecer, pasaron inadvertidas, o fueron ignoradas por sus destinatarios. Nadie ha recogido el guante. Ni en el gobierno ni el empresariado acusaron el golpe. ¡No se oye padre!

Semejante falta de reacción se condice con la actitud de indiferencia con que ambos actores vienen enfrentando el tema de la distribución del ingreso, y la consecuente desigualdad social. No obstante, que un líder gremial de la alcurnia de Felipe Lamarca, se anime a reconocer la enorme e indesmentible responsabilidad social del empresariado chileno, es un avance.

Hace algunos años fui desmentido en público cuando al referirme a nuestro país sostuve que Chile era un país pobre. De pobre no tenemos nada. Chile tiene recursos naturales que cualquier país se quisiera, un clima privilegiado, una vasta y variada geografía que permite el asentamiento de la población y su desarrollo, y sobre todo, gente trabajadora e inteligente. El problema es que el chancho está mal pelado.

Se dice que Chile tiene un ingreso de 15.800 dólares per cápita –y el FMI estima que para 2016 será de US$ 20.253. Si ello fuera cierto, es legítimo preguntarse quién se está quedando con ese dinero. Según el académico de la Universidad de Chile, Dante Contreras, en países desarrollados como Canadá y Estados Unidos, la posibilidad de heredar la riqueza asciende a 19 por ciento, en Chile, es de 58 por ciento. Dato suficiente para comprender que la cuestión es mucho más compleja.

En consecuencia, los dichos de Felipe Lamarca deberían ser puestos en discusión a todo nivel, en especial, a nivel de gobierno y empresariado, que son los dos principales entes involucrados en la solución del problema. Felipe marca la pauta cuando afirma que “hay que hacer una reforma tributaria. Hay 18 formas de hacerlo... No tiremos la toalla… Hay que preocuparse de la gente”.

No hay otra manera de equilibrar el desarrollo social. Hacer oídos sordos no sólo es ser poco solidario; avaro, también es buscarse problemas, pues, más temprano que tarde, la válvula de la olla a presión no resistirá. 2012 podrá no ser el año del fin del mundo, tal vez sea el año del fin de un sistema que ya no da para más.  

No sigamos siendo un Mercedes Benz último modelo con los neumáticos lisos. De nada sirve el desarrollo tecnológico, si el hedor de la pobreza nos hace un país pestilente.  

lunes, 24 de octubre de 2011

Militar en la Junta
Patricio Araya G.
Periodista

¿Alguien se ha preguntado alguna vez cuántos chilenos militan hoy en los partidos políticos con representación parlamentaria? La respuesta es el mejor comprahuevos que pueda escuchar un ciudadano curioso. Para empezar, la información es imposible de conseguir. Amparados en insólitas explicaciones, en los propios partidos se excusan de entregar alguna cifra. En el Servel se refugian en una respuesta tipo call center: “sólo los partidos pueden dar información de sus militantes”.
Tras varios e infructuosos intentos por conocer la cantidad de inscritos en los partidos políticos, la conclusión no puede ser otra que, de existir, la mentada cifra sería otro más de nuestros mitos urbanos mejor alimentados.
Un optimista y disciplinado militante socialista asegura que su colectividad cuenta con un padrón de 100 mil inscritos. En la UDI no se quedan chicos. Allí también se aventuran con una cantidad similar; sus pares aliancistas de RN no quieren ser menos. En el PDC calculan tener unos 80 mil. Y así hasta que no queda más que pensar que en este caso, el deseo de ser muchos más supera la realidad.
Para no ser injustos, y para que nadie se sienta ofendido, pensemos en un promedio de 90 mil militantes por partido presente en el Congreso. La suma total de militantes alcanzaría 720 mil ciudadanos inscritos en las diferentes colectividades (UDI, RN, PS, DC, PPD, PRSD, PC y PRI).
Bien sabemos que el ejercicio es sólo pedagógico. De real no tiene nada. Sólo es útil para hacernos algunas preguntas: ¿cuántos de esos 720 mil militantes tienen incidencia en las decisiones de sus partidos?, ¿dónde y cuándo se reúnen 90 mil personas a debatir?, ¿qué es más potente en este caso, la generosidad o la imaginería?
Basta averiguar en nuestro entorno quién milita en un partido para darse cuenta que a muy pocos les interesa el asunto. De ello se colige lo difícil que sería encontrar a 720 mil militantes. En rigor, es más fácil encontrar hinchas (no socios) de Colo Colo o la Universidad de Chile. Alguien podrá decir que en política pasa lo mismo. Hay más simpatizantes que militantes. Pero no es así. Aunque alguna vez hubo simpatizantes de la Concertación y también de la derecha, hoy son pocos los que quieren asumir esa mínima condición.
Entonces, ¿quién milita en la Concertación?, ¿quién decide cosas allí? De sus supuestos 360 mil adherentes nadie sabe nada; ni siquiera sus presidentes podrían convocarlos, porque, entre otras cosas, no saben dónde están y quiénes son. Si es que existen.
La Concertación se ha vuelto un grupo de cuatro personas que se juntan cada cierto tiempo a ver cómo lo hacen para no desaparecer como vocablo político. Sus cuatro presidentes se reúnen con la idea de decidir el futuro del país tal como hacían los cuatro miembros de la Junta Militar: entre cuatro paredes y sin más representatividad que la propia; sin legitimidad. Allí, en los pisos más altos del Diego Portales, se decidían cosas muy importantes. Los cuatro militares le llamaban decretos leyes a sus decisiones, y sus seguidores las consideraban salmos responsoriales.
Los cuatro presidentes de la Concertación –o lo que queda de ella– igual que el comerciante que hace sus últimos intentos antes de la quiebra inminente, sacan cuentas alegres a partir de lo que alguna vez fueron, sin atreverse todavía a reconocer los graves errores que los condujeron a la debacle; en subsidio, sólo se palmotean la espalda felicitándose por lo bueno que creen haber hecho.
Cada vez que observo a los cuatro presidentes concertacionistas, no puedo dejar de evocar un recuerdo de infancia. En aquella época nuestra ya difunta madre trabajaba extensas jornadas, y lo único que deseábamos al final del día era su regreso para poder contarle nuestras peripecias para sobrevivir; estar con ella. Sentirla para sabernos seguros. Ella solía llegar muy cansada y casi no nos escuchaba, sólo quería descansar. Pero ella era nuestra líder y sin ella no éramos nada.
Los cuatro presidentes de la Concertación se sienten desolados. Sólo esperan que vuelva su madre desde Nueva York y los abrace y los libere del cuidado de la casa. Frente a tal incertidumbre cabe preguntarse quién quiere militar en la junta de los cuatro, si ellos mismos apenas se atreven a sacar la voz. Queda claro que son incapaces de organizar una concentración de esas de antaño para reunir a sus partidarios. Lo mejor sería disolver la junta y dejar que la gente se dé la organización que se requiere para un futuro que será muy diferente al presente, y para el que cuatro son muy pocos para escribir la nueva historia. La inscripción automática podría traernos más de una sorpresa.

lunes, 17 de octubre de 2011

Indignación alba
Patricio Araya G.
Periodista

Si alguien aún no entiende qué causa la indignación de la inmensa mayoría de la sociedad civil contra “el sistema” que regula nuestra vida nacional, la Intendenta de la Región Metropolitana, Cecilia Pérez, lo explicó sin problemas este fin de semana, montando cuatro anillos de seguridad en torno al barrio San Carlos de Apoquindo, donde vive una minoría privilegiada, que con sólo desearlo, puede desatar desde el oriente todo su desprecio hacia los otros puntos cardinales de la capital –modelo que se replica desde los diferentes ghettos ABC1 a través de toda la geografía chilena.
El inédito operativo policial en los alrededores del estadio San Carlos de Apoquindo, tenía como único propósito garantizar durante cuatro horas la tranquilidad de los vecinos de ese privilegiado sector. Vecinos con suficiente poder para demostrar –cada vez que sea necesario– de qué estamos hablando cuando alguien no entiende esa gabela de la indignación, que tanto alboroto provoca en tantas partes, y que un día antes había congregado a millones de personas en todo el mundo para reclamar contra los abusos de todo tipo, a manos de gobiernos y de la banca.
“Yo lo único que veo aquí son delincuentes, no hinchas”, afirmó a un canal de televisión un vecino montado en su 4x4, en relación a los transeúntes que caminaban por su barrio la mañana del domingo. Ése es el punto: la existencia de dos países en un mismo territorio, separados por su odio ancestral. Chile es como Palestina, allí viven en un mismo terruño dos pueblos que también se odian. El origen de semejante descalabro está en la Declaración Balfour de 1917.
El origen de nuestro odio criollo es un poco más complejo, aunque bien podría afirmarse que, igual que con el Medio Oriente, fueron las grandes potencias las responsables de un sistema aberrante para la convivencia pacífica. Nuestra “Declaración Balfour” se llama “Neoliberalismo” y sus autores son los Chicago Boys de 1975, que nos agruparon en “flaites” y “cuicos”.
Un ingenuo Chito Faro escribió: “Si vas para Chile, te ruego que pases por donde vive mi amada… El pueblito se llama Las Condes y está junto a los cerros y el cielo. Y si miras de lo alto hacia el valle, verás que lo cruza un estero. Campesinos y gentes del pueblo te saldrán al encuentro, viajero. Y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero”.
A estas alturas ya sabemos quiénes nos pueden salir a recibir en las cercanías de Las Condes, y que, a la luz de las detenciones arbitrarias sufridas por los hinchas de Colo Colo en San Carlos de Apoquindo, queda claro que nadie quiere a los forasteros en la cota mil.
Excepto a los trabajadores útiles al sistema. Trabajadores que una vez concluida su tarea regresen al poniente, al norte y al sur. Lo impresionante es que nuestra democracia hemipléjica no tiene interés en desterrar la desigualdad que nos abruma. Sus beneficiados directos son los menos interesados. Lo patológico del cuento es escuchar a medio mundo hacer gárgaras con el tema, sin hacer más que comentarios inocuos.
Si en algún momento los “flaites” se organizaran en serio y decidieran llegar a la cota mil a exigir algo más que una entrada para ver un partido de fútbol, no debería extrañarnos el griterío que se armaría, frente al cual de nada servirían los anillos de seguridad, ni los vecinos “agredidos” por el mero mal aspecto de unos “delincuentes” que invadan sus privilegios.
Tal vez algún día Chile figure en los noticieros de todo el mundo como la nueva Palestina de Sudamérica. Tal vez entonces seamos el epítome de la desigualdad y el odio. Y el “Si vas para Chile” se instale en la mente de los extranjeros como otra más de las mentiras de un país que es menos de lo cree ser, y mucho más de lo que es en materia de convivencia humana.
Al final, el resultado del partido (U. Católica 4 Colo Colo 0) es una anécdota, o un dolor de cabeza para el DT albo. Lo que no debería ser una anécdota es la humillación de unos chilenos sobre otros chilenos. Eso debería preocuparnos y causarnos mucho más que indignación. En serio.