martes, 22 de enero de 2013


El mal de Valparaíso

Patricio Araya
@patricioaragon
Periodista

La desventura de Valparaíso es más aterradora que el mall que la empresa Mall Plaza planea instalar en el sector del muelle Barón, tiene que ver con el proceso de deconstrucción del que viene siendo objeto de manera sostenida en los últimos cuarenta años. Más allá de la acepción del término “deconstruir” –que se refiere a deshacer por medio del análisis los elementos que constituyen una estructura conceptual– la realidad es que Valparaíso viene desplomándose a vista y paciencia de autoridades locales, regionales y nacionales. Un perverso proceso de deconstrucción, cuya víctima ulterior, es la cultura porteña.

Desde mediados de los años setenta, Valparaíso ha sido despojado de fábricas, medios de transportes, ascensores –de los cuales llegó a tener una treintena en su apogeo–, agencias de aduana que emigraron a Santiago, oficinas de abogados, comercios varios, lugares de entretención, hospitales –entre ellos, el Enrique Deformes, cuyas funciones como maternidad fueron absorbidas por el ya colapsado hospital Carlos Van Buren, y el antiguo hospital Ferroviario–, empresas de servicios, y suma y sigue.

En julio de 2003, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), le concedió al casco histórico de Valparaíso la pomposa categoría de Patrimonio de la Humanidad, cuestión que, lejos de poner a la ciudad en la senda del desarrollo y la figuración a nivel mundial como un sitio de interés histórico, artístico, científico, estético, arqueológico y antropológico, causó el efecto paradojal. Nada de desarrollo ni figuración. Por el contrario, sólo pobreza y destrucción. Y feísmo. Nostalgia.

Tal como le sucede al equipo de fútbol o al tenista de moda que, tras ser motejado como “favorito” sólo se dedica a perder, el pobre Valparaíso tampoco cumplió con las expectativas, es decir, fue incapaz de soportar una carga semejante.

Entonces, ¿quiénes son los responsables del creciente estado de precariedad que sufre Valparaíso?, ¿quiénes se han esmerado en desarticular sus estructurales fundacionales, su patrimonio, su cultura? Basta darse una vuelta por el mercado El Cardonal, con su antes maravilloso  segundo piso ahora convertido en chiquero, o por el ya fenecido mercado del Puerto y su aspecto de fin de mundo, o hallarse un día cualquiera en medio de una balacera en el barrio El Almendral, para esbozar algunas respuestas.

Para responder estas preguntas, primero es necesario diferenciar a Valparaíso de su triple condición. En efecto, Valparaíso es una comuna, cuyas características urbanas y estructurales la convierten en una ciudad, pero también es una provincia, que incluye otras seis comunas (Viña del Mar, Puchuncaví, Concón, Juan Fernández, Quintero y Casablanca), y por último, es capital regional, rango que lo pone al frente de otras siete provincias (San Antonio, Petorca, Los Andes, San Felipe, Isla de Pascua, Quillota y la recién creada Marga-Marga). Por tanto, cuando se habla de Valparaíso utilizando el criterio de la declaración de la UNESCO (casco histórico), se entiende que el vocablo “Valparaíso” queda acotado sólo para la ciudad del mismo nombre, y a cuya cabeza se halla un alcalde, y no un intendente; un Concejo municipal, y no un Consejo regional (Core), cuyo ámbito de competencia es mucho más amplio.

La administración de la comuna (ciudad) de Valparaíso es responsabilidad exclusiva de sus autoridades locales, y son éstas quienes deben gestionar ante el Gobierno regional (representante del Gobierno central) los recursos complementarios para la ejecución de proyectos que requiere la comuna. Valga esta explicación para entender que cuando se quiere escindir de responsabilidad a quienes incumplen su rol de administradores de la ciudad de Valparaíso, suele hablarse de ella desde su perspectiva de capital regional, y no como es, una ciudad, una comuna, al fin.

La explicación recurrente respecto a la pobreza y el desempleo crónicos de Valparaíso, así como de su aspecto abandonado y sucio, siempre se hace desde la queja del centralismo. Curioso en todo caso, pues, de ser cierto semejante argumento, se percibiría un estado similar en el resto de las provincias de la V región, cuestión que no siempre es así.

El mal de Valparaíso, es y ha sido, la pésima calidad de sus alcaldes y respectivos concejos municipales. No es posible que se gobierne una comuna de la magnitud de Valparaíso, empoderado de una capacidad envidiable de dar explicaciones. Así se han cerrado hospitales, colegios, fábricas, y se ha permitido que los visitantes conviertan la ciudad en una letrina al aire libre, sin que a nadie se le mueva un pelo.

Dadas las particulares características de la comuna-ciudad de Valparaíso, se hace necesario gobernarla de manera inclusiva, y para ello se cuenta con un mecanismo legal, como es la Ordenanza de Participación Ciudadana, aprobada por el municipio porteño el 24 de noviembre de 2011, mediante el Decreto Nº 3088, en cuyo primer artículo define la Participación Ciudadana como “la posibilidad que tienen los habitantes de la comuna de Valparaíso de intervenir, tomar parte y ser considerados en las instancias de información, ejecución y evaluación de acciones que apunten a la solución de los problemas que los afecten directa o indirectamente en los distintos ámbitos de la actividad de la Municipalidad, y el desarrollo de la misma en los diversos niveles de la vida comunal”. En su artículo 2º, la misma Ordenanza –cuya data original es de 1999–, señala que su objetivo principal es “promover la participación de la comunidad local para el progreso económico, social y cultural de la comuna”.

De lo anterior se colige que los destinos de Valparaíso –como es de suponer– dependen siempre de sus habitantes. Sólo hay que ejercer los derechos que la propia ley pone a disposición de los afectados. Y en ello, alcalde y concejales, tienen la obligación legal de socializar la referida Ordenanza. No basta con que el municipio la publique en su sitio web, y pretender que de esa forma se cumple con la ley. La Participación Ciudadana, a diferencia de cómo suelen entenderla los alcaldes de turno, no es un acto de proselitismo en beneficio de ellos, sino un instrumento democrático que facilita la correcta toma de decisiones.

Si las autoridades comunales de Valparaíso quieren desprenderse del mote de ineficientes y oportunistas, deberían empezar por difundir la Ordenanza de Participación Ciudadana, y hacer que cada vecino la conozca para que se involucre en los niveles de decisión que le franjea la ley. Desde ya, señores ediles del Puerto, vayan por juntas de vecinos, clubes deportivos, de adultos mayores, ferias, calles, pasajes, cerros, copia en mano explicándole a la gente que esa cuestión llamada Ordenanza de Participación Ciudadana, es mucho más que un simple archivo pdf almacenado en el portal del municipio. De seguro no les costará mucho recorrer esos caminos, al fin y al cabo, es un ejercicio muscular que hacen cada cuatro años, cuando la necesidad de ser reelectos los hace saltar del mullido cojín al adoquín mojado y a los charcos de la miseria porteña.

¡Hagan la pega!


miércoles, 2 de enero de 2013


Valparaíso, ¿la joya del Pacífico?

Patricio Araya
Periodista

A estas alturas –tras la ya “tradicional” devastadora imagen de Valparaíso pos carrete de Año Nuevo– cabe preguntarse qué lugar ocupa la ciudad en el corazón de los celebrantes de todo tipo de jolgorio, pues, a juzgar por la cantidad de basura y daño acumulados, Valparaíso parece no importarle a nadie, mucho menos a quienes tienen la responsabilidad de cuidarla. Es triste decirlo de esta forma, pero Valparaíso se asemeja cada vez más a La Habana pre revolucionaria, donde los extranjeros iban a divertirse sin freno; allí se permitía todo lo prohibido en la “cultura del orden y el trabajo” del norte.

Valparaíso es una ciudad abandonada; triste. La abandonó el progreso. La abandonó el pudor que alguna vez le profesaron quienes la amaban y respetaban, y que veían en ella el lugar donde podían hacer realidad sus sueños. A cambio de ello, fue y ha sido presa de malos gobiernos comunales que no supieron –o no quisieron– administrar y acrecentar su verdadero valor patrimonial.

Valparaíso tuvo y sigue teniendo todo para ser una de las mejores ciudades del país para vivir, para estudiar, para trabajar, para soñar, para enamorarse, para pensar, para crear, pero también ostenta el vergonzoso record de ser la ciudad que ha tenido los peores alcaldes de Chile, en su mayoría aficionados, ignorantes, miopes, oportunistas, dictadorcillos, obtusos, megalómanos, incultos, abyectos, incapaces de imaginar para ella y sus habitantes otra cosa que batucadas y entrega de mediaguas; alcaldes marcados por una altísima vocación al enriquecimiento ilícito y el ascenso personal.

Valparaíso es más que el lugar de la nostalgia. Aunque muchos se esmeren en sostener lo contrario, es más que una locación cinematográfica de bajo costo; es mucho más que una ciudad adoquinada y un montón de cerros, algunos muelles, un par de mercados a medio morir, una veintena de ascensores oxidados, cientos de bares malolientes, prostíbulos en extinción. Valparaíso es una urbe que supera su propia poesía. Qué lamentable que esto sólo lo entiendan sus habitantes. Valparaíso es –entre otras tantas cosas positivas– sede de cuatro de la mejores universidades chilenas (U. de Valparaíso, Católica, Playa Ancha y Federico Santa María), pero eso a nadie le importa.

Residentes y visitantes, entre porteños de verdad y personas de paso, no miran a Valparaíso con los mismos ojos. Para los primeros, es su ciudad, su casa, y para una inmensa mayoría de ellos, es su lugar de nacimiento. Los segundos, la perciben como un lugar de diversión, como un prostíbulo al aire libre, como una letrina donde evacuar fluidos de todo tipo. ¿Por qué no van a Barcelona o a París hacer lo mismo? Fácil: porque en esas ciudades no se los permitirían. Ninguna de sus autoridades, con la mezquina explicación del ingreso de divisas, como ocurre en Valparaíso, avalaría la destrucción de su patrimonio cultural.

Valparaíso ya no es “la joya del Pacífico”, ya no es “un arcoíris de múltiples colores”, ni “sus mujeres son blancas margaritas arrancadas de su mar”, ni “la plaza de la Victoria es un centro social”, ni tampoco es “puerto principal”, porque ese cetro se lo arrebató San Antonio. En suma, una tropa de ineptos acabó con la magia de Valparaíso. Parte de esa tropa de incompetentes tomó palco durante la destrucción de la ciudad, y se encogió de hombros cuando el exilio empujó a muchos porteños hacia otros destinos. Muchos de los que hoy hacen gárgaras con cifras de disminución de la pobreza, no movieron un solo dedo cuando se cerraban fábricas y Valparaíso se quedaba sin fuentes productivas, y tampoco han hecho nada para devolverle a los porteños el hospital que se destruyó para levantar el Congreso en su lugar.

La televisión también ha hecho lo suyo: con su visión “centropolitana” ha lanzado sobre Valparaíso un paradigma absurdo. La TV vende a los chilenos y al mundo entero la idea que Valparaíso es un sitio “folclórico”, “tradicional”, que sólo cobra vida para Fiestas Patrias y Año Nuevo. Para ella, el resto del año la ciudad está muerta, es un cementerio donde sólo se acude dos veces al año a depositar las “flores” de una peregrinación divertida, mientras sus autoridades de paso se ufanan de un polvoriento parque Alejo Barrios, donde se vende chicha y empanadas al ritmo de cumbias, y de unas calles y cerros donde se puede beber, fornicar y defecar la última noche del año. ¡Qué pena!

Esas mismas autoridades se contentan con premios de consuelo inútiles, como las sedes del Poder Legislativo y del Consejo de la Cultura y las Artes, a sabiendas que las decisiones que se toman allí vienen cocinadas de la capital. ¡Pobre Valparaíso! ¡Cómo dueles!

El “Gitano” Rodríguez, el doctor Aldo Francia, Lukas, Lucho Barrios, y una larga lista de amantes del Puerto, tal vez prefieran observar desde el otro mundo la miseria exacerbada que hoy abraza a Valparaíso, y con toda seguridad, sus narices ya están libres del hedor de calles y veredas asquerosas y lúgubres.

Lo triste de esta columna es que en un año más podría ser publicada de nuevo, sin perder un ápice de vigencia. La dramática realidad de Valparaíso es que nadie hace nada por modificarla, a nadie le inquieta la mugre y la destrucción; nadie se siente provocado por la impunidad de sus agresores.   

A Valparaíso lo abandonaron todos. Lo abandonamos todos.

¡Perdón, Pancho querido!