Franco, te Parisi a MEO
Patricio
Araya
Hasta septiembre de 1973 en la política chilena era posible
hablar de tres tercios: una derecha intratable y una izquierda intrépida, en
cuyo centro residía una Democracia Cristiana concebida a nivel internacional como
antídoto al surgimiento del comunismo. Eso ya es historia. Aunque el PDC pos
dictadura tiene su residencia en la Concertación (un conglomerado de centroizquierda
sin merkén), sus pensadores saben que tarde o temprano tendrán que salir de ahí,
en la medida que algunos aliados suyos propicien la entrada del PC a la
coalición. Su esencia anticomunista los empujará de nuevo hacia el centro, y tal
vez de allí la inercia los lanzará a la derecha, barrio en el que aún conservan
la casa familiar.
Desde principios de los noventa, debido a la mudanza de la DC
a la Concertación, el centro político quedó inhabitado; ningún partido (salvo la
efímera existencia de la Unión de Centro Centro, fundada en 1990 por el ex
senador Francisco Javier Errázuriz), ha declarado su pertenencia a ese espacio político.
Por lo tanto, al desaparecer el centro como expresión material de la diversidad,
hoy las cosas se resuelven sólo entre dos extremos, que ya ni siquiera
responden a sus denominaciones de “derecha” o “izquierda”.
Tal vez el término
de la Guerra Fría tornó innecesarios los centros políticos en gran parte del
mundo, y con ello también desapareció la diferencia ideológica entre buenos y malos;
entre derechas e izquierdas.
Quizás nunca sepamos –o no nos interese saber,– cuáles fueron
las reales causas de la desaparición del centro político chileno, o si acaso fue
la sola implementación de un sistema económico funcionalista extranjero, que
requería más del consenso que del disenso –con la vista fija en la producción
de bienes y servicios, y no en la discusión–, o fue el resultado de la monserga
dictatorial que la política era innecesaria, y que en caso de tener que servir
de mejor manera esa gabela llamada “democracia”, era más saludable la
existencia de dos grandes conglomerados, uno llamado “oficialismo” cuando a unos
les toque estar arriba de la pelota, y el otro denominado “oposición” cuando a
otros les toque bailar con la fea.
Sin un centro, la política se ha reducido a una realidad
binaria: Gobierno y Oposición. El color político es irrelevante. O se es
oficialista u opositor. Cualquier intento de establecer una tercera fuerza
acaba siendo acallado. El inmenso poder del capital financiero captura para sí
el poder político. Eso basta para controlarlo todo. En términos parlamentarios,
la mejor demostración es el sistema electoral binominal. De vez en cuando, el
azar, o algún “filantrópico” pacto de omisión, le dan cabida a la excepción. Respecto
a la primera magistratura, el ejemplo es mucho más evidente y dramático aún: o
es un representante de la Concertación, o uno de la Alianza quien ostenta el
cargo.
En eso nos parecemos cada vez más a Estados Unidos: o son los
republicanos, o son los demócratas quienes llegan a la Casa Blanca; no hay más
alternativas. Y en esto el dinero es fundamental. Tanto en el país del norte
como en el nuestro, se necesita platita para que baile el monito. O mejor
dicho, sólo es necesario entender la teoría del binomio política y negocios. Eso
de derechistas o izquierdistas son epítetos reservados para la farándula
política, para los medios de comunicación.
No es que en Estados Unidos o en Chile no haya gente pensante,
incluso “rara”,
capaz de nutrir un centro (o una expresión humana sin sello político) que ponga
en riesgo la estabilidad de la política de los acuerdos que permite la
subsistencia de un sistema impenetrable, de cuño gremialista. Nada de eso. En
Chile, como nunca antes, hoy ese centro está mucho más poblado que los propios oficialismos
y las oposiciones, sólo que no es político. Nadie quiere ser “político”. Hoy ese
centro tiene una nueva denominación: se llama Movimiento Social, lugar de
residencia del descontento y la indignación, donde la gente común y corriente
se auto representa; personas que no se sienten interpretadas por ninguno de los
dos grandes actores de la política, los cuales tampoco están interesados en
representar a nadie más que a ellos mismos.
¿Y entonces por qué el nuevo centro social no toma su lugar
en la discusión y cambia el curso de las cosas? Porque no es tan fácil cambiar
un modelo que se ha petrificado. Los gobiernos de turno, de uno y otro lado, están
llamados a administrar el sistema, no a cambiarlo. Tanto al oficialismo como a
la oposición sólo les interesa una cosa: que nadie diferente a ellos se
interese en la política. No quieren más comensales. Con ellos basta y sobra.
Ambos se saben de memoria el libreto: al poder del capital financiero le
interesa conservar y validar el modelo, y el poder político se lo garantiza
llevando la fiesta en paz entre oficialismos y oposiciones. La clave es
gerenciar el país, no gobernarlo.
Muchos (provenientes del centro social, o de otros espacios
no definidos aún como colectivos o necesarios), ante la impotencia de no
conseguir ser tomados en cuenta, no obstante la brillantez de sus propuestas, se
ven obligados a migrar a uno de los extremos. Allí suelen encontrar su
recompensa, su pan y su abrigo. Otros, los rebeldes, los incomprendidos, los
idealistas, los mesiánicos, los soñadores, los sin domicilio político, los less, se lanzan al despeñadero
declarándose independientes.
Conscientes que la cancha del centro siempre está vacía, no
dudan en reclamarla para jugar sus 15 minutos de fama y convertirse en el
pastor del ganado disperso. Oficialistas y opositores se la ceden sin mayores cuestionamientos.
Éstos saben cómo empieza y cómo termina este tipo de aventura. En 2009, un
entonces oficialista Marco Enríquez-Ominami (bautizado sin ninguna pretensión
ulterior por este servidor como MEO) pidió la cancha e invitó a jugar a algunos
amigos. Su insospechada popularidad terminó obrando en favor de los opositores
de la época. Sus tíos lo castigaron con severidad. Nunca le han perdonado la
gracia.
Hoy la cancha es reclamada por otro independiente que siente
que él sí puede hacer cumbre y clavar la bandera de los desposeídos en lo más
alto de la res pública. Oficialistas
y opositores se la van a facilitar sin ningún problema. Los primeros, apostarán
a que después de las primeras pichangas y sus respectivas lesiones, el nuevo
quijote entienda que su casa lo espera con su sopita y su chalcito. Los
segundos, lo alentarán para que les reste público a sus adversarios. Pero, al
final del día, créeme Franco, ellos te quitarán la pelota y te apagarán la luz
de la cancha. Igual que a MEO.
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