lunes, 23 de julio de 2012


Franco, te Parisi a MEO

Patricio Araya

Hasta septiembre de 1973 en la política chilena era posible hablar de tres tercios: una derecha intratable y una izquierda intrépida, en cuyo centro residía una Democracia Cristiana concebida a nivel internacional como antídoto al surgimiento del comunismo. Eso ya es historia. Aunque el PDC pos dictadura tiene su residencia en la Concertación (un conglomerado de centroizquierda sin merkén), sus pensadores saben que tarde o temprano tendrán que salir de ahí, en la medida que algunos aliados suyos propicien la entrada del PC a la coalición. Su esencia anticomunista los empujará de nuevo hacia el centro, y tal vez de allí la inercia los lanzará a la derecha, barrio en el que aún conservan la casa familiar.

Desde principios de los noventa, debido a la mudanza de la DC a la Concertación, el centro político quedó inhabitado; ningún partido (salvo la efímera existencia de la Unión de Centro Centro, fundada en 1990 por el ex senador Francisco Javier Errázuriz), ha declarado su pertenencia a ese espacio político. Por lo tanto, al desaparecer el centro como expresión material de la diversidad, hoy las cosas se resuelven sólo entre dos extremos, que ya ni siquiera responden a sus denominaciones de “derecha” o “izquierda”. 

Tal vez el término de la Guerra Fría tornó innecesarios los centros políticos en gran parte del mundo, y con ello también desapareció la diferencia ideológica entre buenos y malos; entre derechas e izquierdas.

Quizás nunca sepamos –o no nos interese saber,– cuáles fueron las reales causas de la desaparición del centro político chileno, o si acaso fue la sola implementación de un sistema económico funcionalista extranjero, que requería más del consenso que del disenso –con la vista fija en la producción de bienes y servicios, y no en la discusión–, o fue el resultado de la monserga dictatorial que la política era innecesaria, y que en caso de tener que servir de mejor manera esa gabela llamada “democracia”, era más saludable la existencia de dos grandes conglomerados, uno llamado “oficialismo” cuando a unos les toque estar arriba de la pelota, y el otro denominado “oposición” cuando a otros les toque bailar con la fea.

Sin un centro, la política se ha reducido a una realidad binaria: Gobierno y Oposición. El color político es irrelevante. O se es oficialista u opositor. Cualquier intento de establecer una tercera fuerza acaba siendo acallado. El inmenso poder del capital financiero captura para sí el poder político. Eso basta para controlarlo todo. En términos parlamentarios, la mejor demostración es el sistema electoral binominal. De vez en cuando, el azar, o algún “filantrópico” pacto de omisión, le dan cabida a la excepción. Respecto a la primera magistratura, el ejemplo es mucho más evidente y dramático aún: o es un representante de la Concertación, o uno de la Alianza quien ostenta el cargo.

En eso nos parecemos cada vez más a Estados Unidos: o son los republicanos, o son los demócratas quienes llegan a la Casa Blanca; no hay más alternativas. Y en esto el dinero es fundamental. Tanto en el país del norte como en el nuestro, se necesita platita para que baile el monito. O mejor dicho, sólo es necesario entender la teoría del binomio política y negocios. Eso de derechistas o izquierdistas son epítetos reservados para la farándula política, para los medios de comunicación.

No es que en Estados Unidos o en Chile no haya gente pensante, incluso “rara”, capaz de nutrir un centro (o una expresión humana sin sello político) que ponga en riesgo la estabilidad de la política de los acuerdos que permite la subsistencia de un sistema impenetrable, de cuño gremialista. Nada de eso. En Chile, como nunca antes, hoy ese centro está mucho más poblado que los propios oficialismos y las oposiciones, sólo que no es político. Nadie quiere ser “político”. Hoy ese centro tiene una nueva denominación: se llama Movimiento Social, lugar de residencia del descontento y la indignación, donde la gente común y corriente se auto representa; personas que no se sienten interpretadas por ninguno de los dos grandes actores de la política, los cuales tampoco están interesados en representar a nadie más que a ellos mismos.

¿Y entonces por qué el nuevo centro social no toma su lugar en la discusión y cambia el curso de las cosas? Porque no es tan fácil cambiar un modelo que se ha petrificado. Los gobiernos de turno, de uno y otro lado, están llamados a administrar el sistema, no a cambiarlo. Tanto al oficialismo como a la oposición sólo les interesa una cosa: que nadie diferente a ellos se interese en la política. No quieren más comensales. Con ellos basta y sobra. Ambos se saben de memoria el libreto: al poder del capital financiero le interesa conservar y validar el modelo, y el poder político se lo garantiza llevando la fiesta en paz entre oficialismos y oposiciones. La clave es gerenciar el país, no gobernarlo.

Muchos (provenientes del centro social, o de otros espacios no definidos aún como colectivos o necesarios), ante la impotencia de no conseguir ser tomados en cuenta, no obstante la brillantez de sus propuestas, se ven obligados a migrar a uno de los extremos. Allí suelen encontrar su recompensa, su pan y su abrigo. Otros, los rebeldes, los incomprendidos, los idealistas, los mesiánicos, los soñadores, los sin domicilio político, los less, se lanzan al despeñadero declarándose independientes.

Conscientes que la cancha del centro siempre está vacía, no dudan en reclamarla para jugar sus 15 minutos de fama y convertirse en el pastor del ganado disperso. Oficialistas y opositores se la ceden sin mayores cuestionamientos. Éstos saben cómo empieza y cómo termina este tipo de aventura. En 2009, un entonces oficialista Marco Enríquez-Ominami (bautizado sin ninguna pretensión ulterior por este servidor como MEO) pidió la cancha e invitó a jugar a algunos amigos. Su insospechada popularidad terminó obrando en favor de los opositores de la época. Sus tíos lo castigaron con severidad. Nunca le han perdonado la gracia.

Hoy la cancha es reclamada por otro independiente que siente que él sí puede hacer cumbre y clavar la bandera de los desposeídos en lo más alto de la res pública. Oficialistas y opositores se la van a facilitar sin ningún problema. Los primeros, apostarán a que después de las primeras pichangas y sus respectivas lesiones, el nuevo quijote entienda que su casa lo espera con su sopita y su chalcito. Los segundos, lo alentarán para que les reste público a sus adversarios. Pero, al final del día, créeme Franco, ellos te quitarán la pelota y te apagarán la luz de la cancha. Igual que a MEO.

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