lunes, 29 de agosto de 2011

Sol de invierno

Patricio Araya González
Periodista

Jaime Gajardo (Presidente del Colegio de Profesores) y Arturo Martínez (Presidente de la CUT) son como esos ídolos kitsch, pasados de moda, que cada cierto tiempo son desempolvados por la fanaticada en la disco Blondie para darse un festín nostálgico a cuestas de su senectud. Está claro que ninguno de estos dos dirigentes llenaría el Movistar Arena o el Estadio Nacional. Jamás han tenido el magnetismo necesario ni los seguidores para brillar con luz propia. Ambos confunden ideología con relato. Ser comunista o socialista no basta. Hay que ir más allá. Declararse fanático del fútbol no es suficiente. También hay que ir al estadio.

Tampoco ambos han sido hábiles para leer la realidad, ni mucho menos, asimilar los cambios que ha experimentado su entorno, que de la pasividad pasó a la acción en la calle; ello se quedaron anclados en un mundo en blanco y negro, en el mundo del dirigente amateur. Lo suyo es mucho más simple. Es la verborrea improductiva, la comparsa que disipa tareas y responsabilidades, el oportunismo del codazo para aparecer en la foto. Se han hecho devotos de la cultura del cuidapegas que no se arriesga. Peor aún, su falta de representatividad le resta importancia y presencia a sus bases; a sus sentidas demandas, a su lucha. Ninguno aporta.

Pero siguen allí, asidos al poder por obra y gracia de acuerdos cupulares y la apatía de tantos, sirviéndose de la nomenklatura partidaria, de la anarquía endémica, haciéndole fintas a la democracia interna, villanos del feudalismo criollo, convencidos de ser protagonistas, pero con la incidencia de un extra, sin cortar ni pinchar; sin logros. Sólo demagogia circunstancial. Hasta ahora.

La irrupción de nuevos liderazgos sociales le está dando a este tipo de dirigentes un rol secundario. Ahora van de teloneros. Mejor para ellos: hacen lo menos y regresan temprano a casa. Aquí los verdaderos “rockstars” son los dirigentes estudiantiles; la juventud chilena. Y no lo son por su belleza ni por su figuración mediática, ni porque se hallen camino a la fama, sino por su claridad y capacidad para imaginar el futuro; para exigir que se cumplan las promesas, para emplazar a la autoridad. La dirigencia “tradicional” chilena –gremial, política– camina de espaldas a la sociedad.

Luego del fracaso del paro convocado por la CUT los días 24 y 25 de agosto –que de paro tuvo muy poco, más bien fueron marchas hacia ninguna parte, que el gobierno interpreta como meros desórdenes “violentistas”, mientras que la multisindical se regocija con su eslogan “Chile debe ser distinto”–, hoy es la sociedad civil la que sabe lo que quiere, y a quién debe seguir para lograrlo, cuándo y por qué hacerlo.

El país requiere profundas transformaciones sociopolíticas y económicas. Para ello se necesita, en primer lugar, una enorme capacidad intelectual de sus líderes, mentes que puedan identificar y resolver problemas sin caer en la trampa del servilismo, ni el asistencialismo; segundo, un momento histórico donde consumar dichas transformaciones. Hoy es el momento para forzar los cambios. El movimiento estudiantil ha visibilizado una presión social de antigua data, que parte desde el seno familiar del estudiante movilizado, haciendo que el chileno de enfrente opine, critique, exija; que se rebele al final del día. Estamos frente a un gobierno y a una oposición sorprendidos del empoderamiento ciudadano. Y ninguno sabe qué hacer. ¿La razón?: ambos han gobernado sin la ciudadanía, haciendo oídos sordos de la realidad que vive el país. Se dice que la gente valora poco la política. Es al revés.

Dado que ya no es posible esperar nada nuevo ni mejor de dirigentes como los mencionados –ni tampoco de los políticos, quienes transforman cada espacio que pisan en una plataforma de proselitismo personal, no político, sino en el perverso objetivo de su reelección que les garantiza pan y techo–, es hora que la juventud pase al pizarrón, no para dirigir el país, sino para liderar la discusión de cómo mejorarlo, asumiendo el protagonismo de su tiempo. Mañana podrían ser adultos conformistas.

A la espera de que el Censo del próximo año informe cuántos somos y qué grupo etario la lleva en Chile, el Centro Latinoamericano y Caribeño de Demografía (CELADE) –órgano de la CEPAL–, el cual estima en 4.271.399 las personas que constituyen la población joven (15 a 29 años) del país para 2010 –cifra que representa un 24,95 por ciento de la población total (17.133.442 habitantes) para el mismo año–, lanza una luz en la oscuridad del túnel: un cuarto del país es joven.

Los jóvenes en Chile suman más que la población total de Uruguay en 2010 (3.371.912 habitantes, según CELADE). Dato a tener muy en cuenta a la hora de saber dónde poner las fichas en las próximas elecciones. Ojalá esa parte de la juventud que sigue el conflicto estudiantil por los medios asuma el desafío que tiene al frente.

Sin embargo, ¿qué impide que ése cuarto de chilenos tenga un rol más activo en la construcción del país que anhela y reclama? No sólo Gajardo y Martínez podrían responder esta pregunta, también podrían hacerlo los políticos “profesionales” de diverso cuño. El problema es que Chile carece de una intelectualidad política seria, responsable. Los teóricos están muy ocupados para bajar al pueblo, y los dispuestos a ese propósito no superan los estándares mínimos de inteligencia. La política se ha divorciado de la gente.

El resultado es previsible. El país queda a expensas de “líderes” con pies de barro, que al menor aguacero desaparecen de las discusiones. Por ello se hace necesario que, ad portas de la primavera, la juventud instruida, disconforme, se acerque a la testera del poder y libre al país de este sol de invierno.

martes, 23 de agosto de 2011

El raspe de los chilenos: SIGA PARTICIPANDO

Patricio Araya González
Periodista

¿Qué es la “participación ciudadana”? La literatura disponible ofrece una amplia gama de definiciones sobre la materia. Su denominador común sabe a democracia llevada a su máxima expresión: todos contamos y decidimos de todo. A los políticos les encanta este concepto ingrávido, retórico, histriónico. Los enloquece porque en sí mismo es una entelequia ambigua y atractiva; balsámica: huele y se ve bien, suaviza el griterío popular y da un brioso aspecto al futuro. No obstante, la participación ciudadana, como hoy está concebida, es como la esperanza: mantiene pero no engorda.

La sola idea de ser tomado en cuenta nos atrae desde temprana edad. Desde la adolescencia el sentido de pertenencia social nos empuja a la búsqueda de nuestros espacios participativos, en el colegio, la universidad, el trabajo, la familia, los amigos.

Sin embargo, la paradoja de estos días es que cuando la ciudadanía sale en masa a cobrar su cheque entregado como promesa electoral, se encuentra con el miedo inconcebible del Gobierno –y de toda la clase política– a la mentada participación ciudadana. Una segunda paradoja es que el mismísimo Pinochet con su plebiscito de 1988, se ve más democrático que el Presidente Piñera. La dictadura se expuso a la posibilidad del rechazo. Y perdió. ¿Acaso semejante experiencia ahuyenta hoy la posibilidad de hacer un plebiscito? ¿Tanto pánico provoca el debate ciudadano?

Para variar, la cultura del sistema binominal de “el que pierde empata”, es la responsable de esta amenaza real. Los antiguos tres tercios electorales dieron paso a dos megabloques sobrerrepresentados que excluyen a más de tres millones de chilenos. Personas que no adhieren a partidos políticos, y que sienten un enorme desprecio por una democracia etérea que los margina, y que sólo los pondera como potenciales votantes.

El actual movimiento estudiantil –puesto a germinar por los pingüinos hace cinco años– hoy florece para desmitificar la insana instalación política de la supuesta apatía del “no estoy ni ahí” de la juventud, y de paso contagiar al resto de la sociedad en una demanda que toma forma de hastío generalizado. Pero no debemos olvidar que nuestra generación también adhirió a la desidia social, entregándole en bandeja el país a quienes vieron en ella su gran oportunidad de hacerse de él.

El historiador Sergio Villalobos (Los comienzos de la República, 1989), refiriéndose a la caída de O’Higgins afirma que  el cuadro de la época se hará explicable y coherente si se parte de una consideración muy simple: es el resultado de todos los problemas acarreados por la independencia, así económicos, sociales, ideológicos y políticos”. Dado que Chile es un país de memoria frágil, resulta interesante apreciar cómo se repite la historia. Hoy podríamos reemplazar en esta cita la palabra “independencia” por una más reciente: “transición”, y de este modo entender la actual problemática.

Lo de hoy es una reacción en cadena a partir del orden establecido en dictadura, que desarticuló el tramado social que se forjó durante cien años, bajo el precepto portaliano de un gobierno fuerte, centralizado y autoritario, que se sentía empoderado de un mesianismo que prescindía de la ciudadanía, la que sólo tenía labores productivas.

A partir de los noventa, los chilenos fueron “engrupidos” con la gabela de la participación ciudadana. Y compraron. La oferta no era mala. Ser tomado en cuenta después de ser ignorado en la discusión del modus vivendi importado de Chicago, lanzó a los chilenos a elegir a sus representantes. Pero no era más que eso.

Desde la óptica del mundo político chileno, la participación ciudadana no pasa de hallarse enlistada en el Servel, allí duerme entre elecciones, empolvada, silente. Cada cierto tiempo, un señor de apellido García, abre las puertas de su casona y revive a sus muertos para que se crean vivos dentro de una urna electoral.  Eso es todo. Lo demás ya está hecho. Todo el mundo sabe quién ganará y quién deberá seguir esperando.

El valor en juego del movimiento social en que se ha transformado el conflicto estudiantil, está en que la juventud de hoy –tecnologizada, informada, valiente– “no está ni ahí” con la histórica frustración del boleto que hemos venido raspando los chilenos de cuarenta para arriba, y no temen que les salga la burlona frase SIGA PARTICIPANDO con que el mercado del juego se ríe de nuestras precarias ambiciones.

Ellos quieren, pueden y deben participar, porque entre otras consideraciones, han hecho una correcta lectura del artículo 13 de la Constitución, que aparte de convertirlos en ciudadanos a los dieciocho años, y darles derecho a sufragio, les da derecho a optar a cargos de elección popular; es decir, ellos no tienen que seguir raspando para elegir a otros, ellos pueden ser el premio mayor.


jueves, 18 de agosto de 2011

La frase que falta
Patricio Araya González
Periodista

La noche del 5 de octubre de 1988 Pinochet citó a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas a La Moneda. Su propósito era desconocer los resultados del plebiscito celebrado ese día, a través de un decreto que le otorgaba poder absoluto para anular el triunfo del NO.

Entretanto, el subsecretario del Interior –el hoy diputado RN Alberto Cardemil–  dilataba una y otra vez la confirmación en favor de la oposición a la continuidad de la dictadura. Fue entonces cuando el general Fernando Matthei, de la Fach, al ingresar a la reunión, desarticula los planes de su jefe supremo. "Tengo bastante claro que ha ganado el NO, pero estamos tranquilos", reconoció ante la prensa.

La frase de Matthei marcó el punto de inflexión de aquella tensa noche. Su negativa a firmar dicho decreto cambió el curso de la historia. De haber solidarizado con Pinochet, se habría desatado una cruenta guerra civil y los muertos se habrían contado por millones. Tras diecisiete años de dictadura, la situación no daba para más. Al año siguiente se celebraron las primeras elecciones y el país se lanzó a la recuperación de la democracia plena, tarea aún pendiente.

Frente al actual conflicto estudiantil, cabe preguntarse cuál es la salida. ¿Acaso ésta romperá en estampida tras el prometido asesinato de un líder estudiantil o quedará sellada por una frase tan determinante como la de Matthei?

Tras la confesión del presidente Piñera de que “todos quisiéramos que la educación, la salud y muchas cosas más fueran gratis para todos, pero quiero recordar que al fin y al cabo, nada es gratis en esta vida, alguien lo tiene que pagar”, surge la estrategia rompe huelga del Mineduc, y de algunos municipios oficialistas de instalar una alternativa virtual para “salvar el año” de los alumnos que quieran bajarse del movimiento.

Las palabras del mandatario, más que un golpe de timón sobre un tema que lo desbordó, suenan como advertencia de lo que se cierne como su espada de Damocles: la pérdida del año lectivo para 275 mil alumnos. Una derrota gubernamental sin precedentes en nuestra historia.

En tanto, los estudiantes movilizados no pierden la calma, perder el año no es su principal preocupación, ellos van por más; por su parte, el gobierno apuesta al desgaste de la lucha de secundarios y universitarios a causa de lo poco y nada que puedan conseguir, y de las maniobras de autoridades afines a la postura oficialista.

La falta de sensibilidad y la sordera del gobierno en materia educacional, es mucho más profunda: es orgánica y siquiátrica. En efecto,, ni siquiera escucha los cacerolazos de los últimos días –que incluso se producen en Ñuñoa y otras ciudades, como Viña del Mar–, ni mucho menos, comprende el contexto social en el que se da el movimiento estudiantil, y las consecuencias de éste, lo que denota una preocupante incapacidad de percibir la realidad, y gobernar a partir de esa percepción errada. La crisis de la educación es sólo la punta del iceberg.

Se trata de una crisis de grandes dimensiones, generada por el sistema económico impuesto a sangre y hierro, y luego validado por la democracia bajo la excusa de la gobernabilidad. En rigor, son los chilenos quienes se sienten agredidos, no sólo por los altos costos de la educación, también por las demás repercusiones de un sistema de vida agresivo de principio a fin; en especial, la mal llamada clase media, pues, ésta es una invención del mercado, una forma de organizar la pobreza por estamentos en función de sus ingresos. El sistema neoliberal comienza empujando a las personas (con o sin capacidad de pago) al endeudamiento, y enseguida las destruye a través de la usura. Así de simple.

La educación es uno más de los bienes de consumo que ofrece el mercado. Vivimos en una realidad ficticia, la del crédito, donde lo único real que existe son los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. La única estrategia posible de la clase media –inventada como sujeto de consumo masivo, y no como sujeto social–, es nadar en el mar del consumo para no ahogarse, y así tener que devolverse a la pobreza de la que nunca se acaba de salir. Si no que lo desmientan los embargos y las ganancias de la banca privada.

La patología siquiátrica del gobierno se manifiesta en su loco afán de segmentar el descontento de la mayoría, de dividirla para gobernar, creando ghetos identificables y fáciles de controlar, como se está haciendo hoy mediante la oferta de soluciones de emergencia con que se tienta a los secundarios para bajarse, con la vedada amenaza de la pérdida del año escolar.

La espada de Damocles que amenaza al gobierno comienza a tomar forma cuando el movimiento estudiantil cambia la lógica de la verticalidad del poder, esto es, sus dirigentes rompen la anacrónica falta de representatividad de la sociedad, dándole poder a sus bases en cada colegio y universidad, en cada aula, a diferencia de la clase política que prescinde de los ciudadanos en la toma de decisiones. La Confech actúa como vocera de miles de estudiantes que son consultados a diario, y no como patrón de fundo. La importancia de este cambio radica en la correcta lectura que hace la dirigencia estudiantil de la democracia que desea, en clara oposición a la democracia prometida por los políticos, quienes utilizan la soberanía popular sólo como plataforma de acceso al poder.  

Conscientes de la enorme importancia de este cambio, los estudiantes se acaban de empoderar del futuro, en consecuencia, hoy, más que nunca, están a las puertas de dejar caer sobre el gobierno algo mucho más potente que su supuesta obstinación: están haciendo que los ciudadanos de a pié tomen conciencia que el sistema económico imperante es un tumor que debe ser extirpado a la brevedad. Los padres de los estudiantes hemos sido subyugados por las reglas del mercado, en cambio, éstos se resisten a titularse como deudores endémicos, cuya educación les costará tan caro como comprarse su casa.

La frase que le falta a esta historia, aquella que puede cambiar su final, no la pronunciarán los estudiantes, sino alguna autoridad; después de aquello, el país habrá cambiado para siempre. La espada de Damocles caerá el día que se escuche decir “el año escolar se perdió”. Y como dicen los vendedores viejos, el negocio recién comienza cuando el cliente dice “no me interesa”.

Entonces, los estudiantes no se sentirán afectados, sino actores de un cambio que ellos propiciaron, porque, entre otras cosas, la juventud es un tesoro tan abundante, que perder un año siendo joven no es lo mismo que desperdiciarlo siendo adulto. Bien lo saben los jóvenes mexicanos de la UNAM, quienes tras nueve meses de movilizaciones, consiguieron educación gratis para todos.

No será el general Matthei quien pronuncie en la puerta de La Moneda una frase tan decidora como la de hace 23 años (el año que nació Camila Vallejo), será, con toda certeza y en el mismo sitio, un miembro de las huestes oficialistas quien certifique el fracaso del gobierno –su debacle–, reconociendo que “el año escolar se perdió”; ello será el triunfo histórico de los estudiantes chilenos, quienes sí podrán decir “estamos tranquilos”.



 

miércoles, 10 de agosto de 2011

Blá, blá
Patricio Araya González
Periodista (USACH)

Basta ver algunos programas de conversación “política” en TV, o escuchar otros similares en radio, o leer algún medio escrito, para darse cuenta que Chile es inventor, principal cultor, acérrimo defensor y máximo exponente del blá blá, esto es, el cantinflleo grandilocuente. En hablar nadie nos gana. Hoy todos hablan de educación; hace un mes todos hablaban de medioambiente, y antes de salud. Desde el terremoto, la reconstrucción se tomó la agenda de los medios y la palabra de los políticos, mientras los damnificados siguen ahí, casi a la intemperie.
En Chile sobra saliva, en especial, la política. En época de elecciones presidenciales se habló de fideicomiso ciego, de primarias abiertas, participación ciudadana, aborto, unión civil, ingreso ético, inscripción automática y voto voluntario, pueblos originarios, desigualdad. Pero, después de tanta promesa y diagnóstico ¿hay algo en que se haya avanzado? Nada. Seamos sinceros. Mucho ruido y pocas nueces.
Un ejemplo de este “hablamiento” improductivo es no enfrentar los problemas como tales y chutear la pelota hacia adelante. Problemas de los que se esperan les revienten a otros, como en los hospitales, donde la táctica es entregar el enfermo con vida al turno siguiente, bajo la única consigna que éste se le muera al que viene.
Se sabe que las universidades, mal llamadas “estatales”, pues el Estado no tiene interés manifiesto en ellas, no se autofinancian debido a la imposibilidad de generar renta o liberar la cobertura de sus costos a reglas de mercado como lo hacen las privadas, y por tanto, requieren del aporte fiscal para subsistir. Pero éste es tan débil como suspiro de muerto. En rigor, desde hace mucho, en dictadura y democracia, los sucesivos gobiernos le han aplicado la misma táctica del enfermo: que otros las hagan desaparecer.
Ningún gobierno desea pasar a la historia como el que cerró la Universidad de Chile o la Usach. Preferirían que se disolvieran en el tiempo. El discurso recurrente de declarar su interés por la educación superior obedece a la costumbre de chutear la pelota para adelante. Es decir, el asunto del financiamiento es un problema que pasa de gobierno en gobierno, sin ser resuelto jamás. Más que calidad de la educación, lo que se hace al final es caridad de la educación. Un poco de oxígeno para evitar la muerte del paciente.
El antónimo obvio del lucro en la educación debería ser, o el financiamiento de un bien público perfecto (educación de calidad), o  la filantropía, el noble interés de fundaciones o mecenas. Lo demás es blá blá. ¿Quién sino el Estado, a partir de una debida regulación, que implica la carga tributaria de los privados, debería asumir la obligación de financiar la educación superior de los que no puedan pagarla? Si nada de eso existe, ¿quién lo hará?
El Estado de Bienestar pareciera ser el antídoto natural del libre mercado. El Estado debe garantizar el desarrollo de sus habitantes para preservar la paz social con miras al desarrollo. Los defensores del libre mercado tildan de utópicos a quienes promueven un estado subsidiario, y éstos de usureros a sus adversarios ideológicos, o sea, mientras se ponen de acuerdo a quién corresponde hacer respetar las garantías constitucionales sobre educación, la cuestión no pasa de ser un correveidile de baja monta. Una discusión que de dialéctica no tiene nada. Puro empate, sólo consenso útil a las elites, más interesadas en mantener el poder que en ocuparse del futuro del país.
Los chilenos están hartos de este diálogo de sordomudos, desean que alguien escuche y asuma la solución de sus problemas. Pero los responsables se hacen los desentendidos. Pese a comprender la magnitud de los hechos de la realidad. El diagnóstico de la situación está hecho, en su realidad actual y en sus raíces históricas. ¿Qué más se necesita para actuar? ¿Cuál es el turno siguiente de la democracia en este caso?
Este yo-yo ideológico tiene una cultura de doscientos años, gobierno tras gobierno. Haber cambiado las carretas por automóviles y la desnutrición por obesidad, no nos convierte en un país desarrollado, nos lleva de vuelta a las cavernas en un círculo vicioso que, tarde o temprano, terminará en un individualismo disolvente y en marginalidad en estado crudo y estructural.
De cuando en cuando en Chile la democracia le da cabida a la tentación autoritaria. Hemos caído en la insana costumbre de contaminar la democracia con propensiones autoritarias y dictatoriales bajo el pretexto del orden. El denominador común es la bestia de tres cabezas: precario respeto a los derechos humanos, subvaloración de la soberanía popular y corrupción.
Cada cierto tiempo en nuestro país aflora el autoritarismo con rasgos clientelares que desarticula el tramado social, dispersando el descontento organizado, inmovilizando la sociedad; hasta que ésta se reorganiza para ejercer el poder y restituir la democracia, momento en el cual la elite monta un engranaje de negociaciones reservadas y volvemos al mismo ciclo.
Tal vez en los comienzos de la llamada “transición a la democracia” se haya dado el momento propicio para romper todos los enclaves autoritarios de una sola vez, como el sistema de seguridad social, la municipalización de la salud y de la educación. Sin embargo, el control de daños a principios de los noventa indicaba otra cosa, había que ocuparse de las graves violaciones de los derechos humanos y de la restitución del estado de derecho.
Lo discutible es que en esa época se haya dejado pasar ese Quantum de entusiasmo y esperanza ciudadanos, que habría permitido podar y enderezar el árbol de la educación, que a estas alturas, ya creció chueco e infructuoso. Cualquiera sea el gobierno, independiente de su inspiración e intenciones, parece ser demasiado tarde: el mercado impuso sus normas de consumo y el control social de la educación por el dinero. Si el Estado no empata la situación todo lo que se argumente será puro blá blá.

jueves, 4 de agosto de 2011

Camila va lejos
Patricio Araya G.
Periodista

"Nos encantaría tener a Camila Vallejo en la UDI o RN", confesó a LUN el alcalde de Santiago, Pablo Zalaquett. ¿Para qué sería? Tal vez para convertirla en alcaldesa por alguna comuna de escasos recursos, y desde allí lanzarla a la fama, opinando de todo en la tele, sin importar si conoce o entiende los temas, y luego catapultarla a la Cámara de Diputados por un distrito pirulo, como Marcela Sabat, quien –en clave de revista de papel couché– declara su admiración por Camila en el mismo medio. “Siempre sale linda. Las personas con facciones más delicadas pueden tener el pelo largo o estar peladas, pero siempre se ven bonitas”, reflexiona la diputada RN.
Queda claro: Zalaquett se rindió frente a la belleza de la presidenta de la Fech, convenciéndose de paso lo escasos que están en su sector de esa simbiosis de inteligencia y belleza, un perfil muy añorado en la high society criolla. Hoy, más que nunca, la Coalición por el Cambio necesita ese tipo de líderes sociales.
De la confesión del edil es posible colegir que la derecha está falta de gente pensante en lo público, que la gente pensante no está interesada en lo público –ni mucho menos, a largo plazo, porque su convicción es que el yogurt tiene fecha de vencimiento, sin reposición por parte del proveedor–, por lo tanto, el espectro de elegibles queda acotado a un grupo de voluntarios inexpertos en lo público. Qué decir del Ejecutivo, allí sí que están al debe en ideas y liderazgo, a tal  punto, que han debido recurrir a otros estamentos, como el Congreso y los municipios para darle forma y sentido a la gestión, con todas las críticas y tropiezos que ello implica.
Para alguien de las filas oficialistas, incluso, para los meros simpatizantes, hoy es un mal negocio entrar al gobierno. En el mundo privado –donde muchos de ellos pasaron veinte años acumulando riqueza, y no preparándose para gobernar, como han sostenido–, se gana bien, y sin los riesgos que supone un gobierno que carece de norte y excelencia, y que paga sueldos reguleques. Bien pensado, ¿por qué dejar los negocios de lado por un tiempo tan breve?
Quizás Camila Vallejo no tenga la provocadora sensualidad, ni el estilo coloquial, confrontacional, ni el arraigo popular, ni miles de grafitis con su rostro en emblemáticas poblaciones, ni la valentía y la trascendencia política de la desaparecida Gladys Marín –cuyo deceso, sin duda, generó un vacío de liderazgo femenino en la izquierda chilena–, pero cuenta con elementos diferenciadores que la perfilan como una líder con futuro: sus 23 años y su formación profesional, a lo que deben sumarse el momento histórico en que se encuentra el movimiento estudiantil –que ha superado la endémica indiferencia de las autoridades de turno, ocupando el lugar que le corresponde en la discusión final–, y los miles de jóvenes que requieren de un conductor que les dé esperanza para el mundo que los espera a la vuelta de la esquina.
Esta dirigente universitaria no es flor de un día, se trata de una muchacha con auténtica vocación de servicio público, consciente de la obligación que significa encabezar algo mucho más profundo que una simple revuelta estudiantil, y que surge como resultado de un proceso –iniciado por los pingüinos en 2006– que nunca renunciará a una educación pública de calidad, gratis e igualitaria para todos los chilenos.
La aparición de Camila Vallejo en la contingencia social constituye un enorme potencial que sus pares no deberían despreciar, por el contrario, deberían validarlo cada vez que puedan en los distintos frentes donde les toque relevar la importancia de sus exigencias. Si el alcalde de Santiago –bajo cuya administración se encuentran importantes colegios municipalizados– se fija en ella, es porque ve en su imagen un capital político que merece más atención, espacio y oportunidad.
Ni siquiera la ex presidenta Michelle Bachelet –con su vociferada aprobación– logró emular ni opacar la impronta de Gladys Marín como podría hacerlo Camila Vallejo, porque, entre otras consideraciones, esa popularidad ex post facto se forjó desde La Moneda, y no desde las bases partidarias, ni de las organizaciones sociales, ni de la calle, ni de algún cargo de representación popular. La imposición de Bachelet en una plantilla electoral provino de las cúpulas concertacionistas. Allí los ciudadanos tuvieron muy poco qué decir. La ex mandataria no necesitó esmerarse en construir un discurso político propio, ni convocó a la ciudadanía desde un lugar inhóspito como es la lucha callejera y el enfrentamiento con el poder, pues era la candidata oficialista; a ella sólo le bastó montarse en un tanque, ataviada como hija de general. "Varios dicen que gracias al Ejército soy Presidenta de Chile, puesto que de aquí salimos con un Mowag en las inundaciones", afirmó en un acto militar.
Y es muy cierto. Su campaña fue mediatizada a partir de ese momento. De ideología, de relato, de reflexión, nada; sólo historia personal narrada desde la sensibilidad y la innegable simpatía de una mujer que despierta ternura, incluso, en los más duros. En cambio, hasta ahora sabemos muy poco de la historia personal de Camila Vallejo Dowling, sólo que preside la Fech, que estudia Geografía, que milita en la Jota, que es de La Florida, que se ha ganado el respeto transversal, y que es muy seria. Y bella. Y que lo suyo es la militancia disciplinada; que tiene convicción. Y discurso.
 Con toda seguridad los matinales quisieran tenerla, no para hablar lo que a ella y a los estudiantes les interesa, que es la educación pública, el fin del lucro, sino de su pololo, o de su look, o que nos haga panqueques con un delantal sexy, o para hacerla bailar reggaetón. El valor agregado de Camila Vallejo es haberse instalado en los medios como rostro creíble, serio, respetado, sin necesidad de mostrarse afable, por el contario, ella prescinde de su belleza física, asumiendo el riesgo de verse dura; su cuento es otro, y tal vez no le interesa ser motejada como una chica londinense onda pop, porque ella es para mucho más que un griterío en Plaza Italia: Camila va lejos. Más lejos que Londres.

lunes, 1 de agosto de 2011

El juego de la biroka
Patricio Araya G.
Periodista

Que una sola persona pueda elegir dos senadores en dos regiones diferentes, según su gusto personal y/o compromisos varios –no en la urna, sino en la intimidad de su escritorio, como hizo el presidente de la UDI Juan Antonio Coloma, al “timbrar” a la ex vocera Ena von Baer y al ahora ex diputado Alejandro García-Huidobro como reemplazantes de los nuevos ministros Pablo Longueira y Andrés Chadwick–, más que un debate para un par de semanas, debería causarnos mucho más que vergüenza cívica. En rigor, debería impulsarnos a apagar la luz y cerrar la puerta por fuera, es decir, deberíamos ejercer nuestro derecho a la apostasía política, y renunciar al manoseado “derecho a voto”; sin embargo, es imposible borrarse de los registros electorales, estamos condenados a morir inscritos allí, como en el Registro Civil. Nos guste o no.
Más que un mecanismo que se ha validado en los siniestros pasillos del mundillo político chilensis, la designación de reemplazantes en el Poder Legislativo es un mal chiste de nuestra endeble democracia a medias, obtusa, tímida, tuerta. Hacerlo de esa laya es decirle al elector de a pie que su voto vale hongo, y que a la primera oportunidad de demostrárselo los partidos no trepidan en transformar su cédula electoral en papel higiénico. Dicha acción se encuentra en el límite de la legalidad y la legitimidad. En rigor, aunque es un acto legal, es ilegítimo, pues vulnera la delegación de soberanía popular que hace el ciudadano al transferir su representatividad en un parlamentario, quien ante un ofrecimiento de mayor trascendencia (digamos, figuración), no duda en cambiarse al Ejecutivo, importándole un pepino la opinión de los que lo llevaron al Parlamento.
Si esto no es una crisis de la representatividad popular, es decir, si la designación en privado de parlamentarios entre cuatro paredes no es el colapso del sistema binominal imperante, que frustra a las mayorías en favor de los menos votados, ¿qué es entonces? Una bendición de propia mano, o del alto cielo para algunos, como la que “favoreció” al presidente de Renovación Nacional Carlos Larraín, quien, increíble pero cierto, tomó la decisión de auto designarse senador en reemplazo de Andrés Allamand, por una zona que no le reconoce representatividad ni legitimidad. También han sido beneficiados en su momento Felipe Harboe, quien asumió como diputado por Santiago tras el nombramiento de Carolina Tohá en la vocería del gobierno de Michelle Bachelet; la fallecida María Rozas (en reemplazo de Manuel Bustos), Lily Pérez (por Pedro Pablo Álvarez-Salamanca), Marcelo Schilling (por Juan Bustos), Joel Rosales (por Juan Lobos), sin haber tenido arte ni parte en la respectiva elección en que fueron elegidos los reemplazados.  
El único mérito de los beneficiados por este juego de la biroka es estar en el lugar preciso y en el momento adecuado, es decir, estar dentro del halo de poder del partido y caerle bien al jefe. Eso es todo. Si hay algo que importa muy poco en este caso es la mentada soberanía y mucho menos unos pelagatos –léase “electores”– que presumen de influyentes a la hora de sufragar. Lo que hace el sistema establecido para reemplazar parlamentarios fallecidos o cambiados al gobierno –tal como está ocurriendo en Chile– va mucho más allá de la mera vulneración democrática y del ninguneo del electorado, ello atenta contra la libertad de expresión de un pueblo que presume de libertario e independiente. Al cabo, ni libertario ni independiente, sino todo lo contrario.
Pero como la desvergüenza es un antídoto que sirve para todo, en el caso de la designación parlamentaria, ésta resulta útil para aumentar en los políticos sus niveles de aplomo a la hora de tomar este tipo de decisiones que afectan la voluntad de la ciudadanía, y también sirve para disminuir sus problemas de conciencia (si es que los tienen), en especial, a la hora de dar explicaciones en época de campaña.
Se ha dicho hasta el cansancio que una elección complementaria es un proceso muy complicado, costoso; esta demodé. Aquello pareciera ser de otro tiempo, como cuando el parecer del electorado importaba algo y la vergüenza todavía tenía carácter de sanción moral. Hoy, en cambio, nadie se arruga en saltarse las normas del buen y correcto procedimiento.
Véase el entuerto que se armó en la comuna de La Florida para elegir al sucesor del renunciado alcalde socialista Jorge Gajardo. En el ámbito municipal la regla es clara: el sucesor debe ser el concejal más votado. No obstante, como las malas costumbres se pegan como la sarna, el Concejo floridano intentó emular la sustitución parlamentaria de moda y quiso instalar en la alcaldía a un militante de las mismas filas concertacionistas que Gajardo. Al final, tras varias sesiones frustradas, y muy a contrapelo, se impuso la regla y se eligió al concejal más votado, el UDI Roberto Carter.
Pero como Chile es un país innovador en materia democrática –sobre todo en el marco de una democracia acomodaticia– a nadie debería extrañar que uno de estos días presenciemos un enroque monumental: Piñera preside la Corte Suprema, y el presidente de ésta, Milton Juica, asume la presidencia del Senado, y el presidente de éste, se cala –saltándose una elección que jamás ganará–, la banda tricolor. Todos felices. Uno más que todos. Así es el juego de la biroka, al que le toca, le toca.
MEO, te habla tu padre
Patricio Araya G.
Periodista

Aun cuando en el último tiempo las cosas para ambos no han ido muy bien, te escribo estas líneas apremiado por el curso que ha tomado la dramática e inexcusable marcha del país, y sobre la que hace dos años le prometiste a tantos hacer algo grande para cambiar lo que a esos tantos les resulta insostenible, pero con lo que deben sobrevivir al amparo del “mal de muchos, consuelo de tontos”; en especial, a aquellos que votaron por ti en la última elección presidencial, y que veían en tu performance al Robin Hood criollo capaz de atracar el bolsillo y los intereses de los avaros.
Pero, seamos sinceros, no tiene nada de malo. Tú no eres revolucionario –para empezar nunca empuñaste un arma ni tampoco te embalaste en esa épica subversiva del desencanto, que a estas alturas ya no sabe a nada–, ni tampoco lo son los que, empoderados de la diferencia que les ofreciste desde la actitud desafiante de tu ímpetu juvenil, te apoyaron sin pensarlo mucho. Tú no eres ni serás revolucionario, porque entre otras cosas, las revoluciones (y por ende los revolucionarios) como entidad histórica o fenómeno social, ya no calientan a nadie, y no sé si aún existan o sean posibles en un mundo que se ensimismó en el consumismo y en la prontitud del exitismo.
Tú, MEO, hijo mío, eres cambiario. No en el sentido material de las pizarras de Agustinas, ni en la dimensión populista de la demagogia del gatopardismo en que se empeñan a su turno aliancistas y concertacionistas. Eres cambiario en la medida que te desagrada –igual que a mí y a millones– la mugre de país que nos toca vivir; lo eres desde la pulsión vital del que tiene ganas y tiempo de ocuparse del futuro, de lo nuevo, de lo diferente, de lo necesario; lo eres desde el desequilibrio del que no tiene apuros por esa lesera de la consolidación urgente aterrada por el fracaso inminente, ni por la premura de enriquecerse de aquí a mañana, y del que puede imaginar lo imposible desde la generosidad y gastarse los próximos cuarenta años en conseguirlo, sin perder el aliento ni el norte. O sea, aún eres joven.
MEO no seas como Martín Vargas quien dilapidó cuatro ocasiones para coronarse campeón mundial, ni tampoco hagas lo mismo que la Roja en la reciente Copa América, donde, tras la prematura y afortunada eliminación de nuestras consabidas bestias negras, la mesa estaba servida para alzarse con el trofeo; ganarle a los venezolanos era pan comido, un trámite, pero los millonarios cabros de Borghi fueron incapaces de hacerlo. En cambio, los paraguayos sí lo hicieron, y sin haber ganado un solo partido llegaron a la final. No siempre ganan los que deben, sino los que quieren y pueden hacerlo.
Tú ganaste la fase de grupos –superaste la primaria chanta de Camilo y sus secuaces, y las zancadillas de tus tíos– y después perdiste en semifinales, lo que no quiere decir que los finalistas eran los mejores. Basta ver cómo está el país para darse cuenta que el campeón no ha estado a la altura de la excelencia prometida, mientras que el subcampeón volvió a la pega segura al día siguiente de la final a la que se presentó con gol en contra y varios jugadores menos, es decir, salió derrotado desde el camarín; peor aún, cedió el título a sabiendas que en cuatro años más la amnesia social podría favorecerlo con una nueva posibilidad de ser finalista, y en una de esas, a cobrar. Piensa, en nuestra vida política actual no existe un Brasil o una Argentina a quien temer. Son todos de segunda.
Anda y encarámate en las encuestas de nuevo, impresiona a esos sabelotodo de los estudios de opinión. Por lo que se ve, esta vez las papas están pa’ cazuela. El río está demasiado revuelto. No pierdas el tiempo en dispersiones de las que pueden ocuparse otros. De pronto no es la Gordi, ni ninguna de esas pijecitas con ambiciones presidenciales, ni los coroneles de Chacarillas, ni los condes ni marqueses del vetusto caudillismo terrateniente, ni los mediáticos ministros, con los que te toque competir. En una de esas, te salen al camino la mismísima Natividad Llanquileo, con su voz potente y arraigo ancestral (¿por qué los chilenos no podríamos tener nuestra propia Eva Morales?), o la sesuda líder del movimiento estudiantil Camila Vallejo. Esas minas son de verdad. Tómalas en serio –son harto más que dos rostros sensuales que enloquecen a los gráficos– porque el futuro lo construyen los jóvenes para los niños. Los viejos ya pasamos.
La próxima elección se dará en la frontera de los cuarenta. Y tú los tendrás. No mires para atrás, sino al lado y adelante. Olvida a tus tíos buenos para los codazos y auspicios varios, en cinco años más estarán en un asilo de ancianos. Convoca a los jóvenes. Imagina si los dos millones de no inscritos dan el paso y deciden gravitar eligiendo a alguien que los represente mejor que esa montonera de mentes seniles que anda por ahí. Chile necesita otro aire. Antes de morir quisiera ver a más Natividades y Camilas, a más talentos y honradeces, a más comprometidos que involucrados en la toma de decisiones de un país que de no mejorarlo, lo perderemos a manos de una tropa constituida en su mayoría por incompetentes e irresponsables de uno y otro lado. Chile no tiene un problema político entre dos alternativas de poder, entre izquierda y derecha, esa es una cuestión simplista, reduccionista dentro de la lógica del empate, que se esfumó entre los escombros de la caída del muro de Berlín. En Chile no pasa de ser una cortina de humo para mantener el sistema binominal, una aberración de la representatividad popular.
La Alianza no es gobierno, ni la Concertación es la oposición (ésta es mucho más amplia que sus cuatro partidos). La primera no existe. La segunda tampoco. Ninguno de los dos conglomerados que se han adueñado del espectro político en los últimos veinte años (al estilo gringo) ha sido capaz de asumir su rol. La Alianza fue superada por el personalismo transversal de un primer mandatario ultra protagonista. La Concertación es el nombre que quedó de un grupo de amigos que ya no lo son. A ellos les ocurrió lo mismo que a los radicales, que después de tres gobiernos consecutivos se transformaron en mito urbano. El problema del Chile actual es generacional, etario. Aquí sobran los anquilosados, los dinosaurios, los cuidapegas; el amiguismo “erselente”, la miopía, el cerumen, la imposibilidad de distinguir los términos “crecimiento” y “desarrollo”. Aquí falta savia nueva, con un poquito de inteligencia, nada más. MEO, si no te apuras, para 2014 podrías estar saliendo a mear con tus tíos artríticos de Paris 873. Háblale a la juventud. Los jóvenes escuchan más. Y tienen fuerza y poder para cambiar las cosas.