jueves, 18 de agosto de 2011

La frase que falta
Patricio Araya González
Periodista

La noche del 5 de octubre de 1988 Pinochet citó a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas a La Moneda. Su propósito era desconocer los resultados del plebiscito celebrado ese día, a través de un decreto que le otorgaba poder absoluto para anular el triunfo del NO.

Entretanto, el subsecretario del Interior –el hoy diputado RN Alberto Cardemil–  dilataba una y otra vez la confirmación en favor de la oposición a la continuidad de la dictadura. Fue entonces cuando el general Fernando Matthei, de la Fach, al ingresar a la reunión, desarticula los planes de su jefe supremo. "Tengo bastante claro que ha ganado el NO, pero estamos tranquilos", reconoció ante la prensa.

La frase de Matthei marcó el punto de inflexión de aquella tensa noche. Su negativa a firmar dicho decreto cambió el curso de la historia. De haber solidarizado con Pinochet, se habría desatado una cruenta guerra civil y los muertos se habrían contado por millones. Tras diecisiete años de dictadura, la situación no daba para más. Al año siguiente se celebraron las primeras elecciones y el país se lanzó a la recuperación de la democracia plena, tarea aún pendiente.

Frente al actual conflicto estudiantil, cabe preguntarse cuál es la salida. ¿Acaso ésta romperá en estampida tras el prometido asesinato de un líder estudiantil o quedará sellada por una frase tan determinante como la de Matthei?

Tras la confesión del presidente Piñera de que “todos quisiéramos que la educación, la salud y muchas cosas más fueran gratis para todos, pero quiero recordar que al fin y al cabo, nada es gratis en esta vida, alguien lo tiene que pagar”, surge la estrategia rompe huelga del Mineduc, y de algunos municipios oficialistas de instalar una alternativa virtual para “salvar el año” de los alumnos que quieran bajarse del movimiento.

Las palabras del mandatario, más que un golpe de timón sobre un tema que lo desbordó, suenan como advertencia de lo que se cierne como su espada de Damocles: la pérdida del año lectivo para 275 mil alumnos. Una derrota gubernamental sin precedentes en nuestra historia.

En tanto, los estudiantes movilizados no pierden la calma, perder el año no es su principal preocupación, ellos van por más; por su parte, el gobierno apuesta al desgaste de la lucha de secundarios y universitarios a causa de lo poco y nada que puedan conseguir, y de las maniobras de autoridades afines a la postura oficialista.

La falta de sensibilidad y la sordera del gobierno en materia educacional, es mucho más profunda: es orgánica y siquiátrica. En efecto,, ni siquiera escucha los cacerolazos de los últimos días –que incluso se producen en Ñuñoa y otras ciudades, como Viña del Mar–, ni mucho menos, comprende el contexto social en el que se da el movimiento estudiantil, y las consecuencias de éste, lo que denota una preocupante incapacidad de percibir la realidad, y gobernar a partir de esa percepción errada. La crisis de la educación es sólo la punta del iceberg.

Se trata de una crisis de grandes dimensiones, generada por el sistema económico impuesto a sangre y hierro, y luego validado por la democracia bajo la excusa de la gobernabilidad. En rigor, son los chilenos quienes se sienten agredidos, no sólo por los altos costos de la educación, también por las demás repercusiones de un sistema de vida agresivo de principio a fin; en especial, la mal llamada clase media, pues, ésta es una invención del mercado, una forma de organizar la pobreza por estamentos en función de sus ingresos. El sistema neoliberal comienza empujando a las personas (con o sin capacidad de pago) al endeudamiento, y enseguida las destruye a través de la usura. Así de simple.

La educación es uno más de los bienes de consumo que ofrece el mercado. Vivimos en una realidad ficticia, la del crédito, donde lo único real que existe son los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. La única estrategia posible de la clase media –inventada como sujeto de consumo masivo, y no como sujeto social–, es nadar en el mar del consumo para no ahogarse, y así tener que devolverse a la pobreza de la que nunca se acaba de salir. Si no que lo desmientan los embargos y las ganancias de la banca privada.

La patología siquiátrica del gobierno se manifiesta en su loco afán de segmentar el descontento de la mayoría, de dividirla para gobernar, creando ghetos identificables y fáciles de controlar, como se está haciendo hoy mediante la oferta de soluciones de emergencia con que se tienta a los secundarios para bajarse, con la vedada amenaza de la pérdida del año escolar.

La espada de Damocles que amenaza al gobierno comienza a tomar forma cuando el movimiento estudiantil cambia la lógica de la verticalidad del poder, esto es, sus dirigentes rompen la anacrónica falta de representatividad de la sociedad, dándole poder a sus bases en cada colegio y universidad, en cada aula, a diferencia de la clase política que prescinde de los ciudadanos en la toma de decisiones. La Confech actúa como vocera de miles de estudiantes que son consultados a diario, y no como patrón de fundo. La importancia de este cambio radica en la correcta lectura que hace la dirigencia estudiantil de la democracia que desea, en clara oposición a la democracia prometida por los políticos, quienes utilizan la soberanía popular sólo como plataforma de acceso al poder.  

Conscientes de la enorme importancia de este cambio, los estudiantes se acaban de empoderar del futuro, en consecuencia, hoy, más que nunca, están a las puertas de dejar caer sobre el gobierno algo mucho más potente que su supuesta obstinación: están haciendo que los ciudadanos de a pié tomen conciencia que el sistema económico imperante es un tumor que debe ser extirpado a la brevedad. Los padres de los estudiantes hemos sido subyugados por las reglas del mercado, en cambio, éstos se resisten a titularse como deudores endémicos, cuya educación les costará tan caro como comprarse su casa.

La frase que le falta a esta historia, aquella que puede cambiar su final, no la pronunciarán los estudiantes, sino alguna autoridad; después de aquello, el país habrá cambiado para siempre. La espada de Damocles caerá el día que se escuche decir “el año escolar se perdió”. Y como dicen los vendedores viejos, el negocio recién comienza cuando el cliente dice “no me interesa”.

Entonces, los estudiantes no se sentirán afectados, sino actores de un cambio que ellos propiciaron, porque, entre otras cosas, la juventud es un tesoro tan abundante, que perder un año siendo joven no es lo mismo que desperdiciarlo siendo adulto. Bien lo saben los jóvenes mexicanos de la UNAM, quienes tras nueve meses de movilizaciones, consiguieron educación gratis para todos.

No será el general Matthei quien pronuncie en la puerta de La Moneda una frase tan decidora como la de hace 23 años (el año que nació Camila Vallejo), será, con toda certeza y en el mismo sitio, un miembro de las huestes oficialistas quien certifique el fracaso del gobierno –su debacle–, reconociendo que “el año escolar se perdió”; ello será el triunfo histórico de los estudiantes chilenos, quienes sí podrán decir “estamos tranquilos”.



 

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