lunes, 5 de diciembre de 2011

El salmón noruego sabe mejor

Patricio Araya G.
Periodista

A veces uno se pregunta qué es esto de clasificar a las personas en términos más propios de la taxidermia que de la sociología, según el orden e importancia que éstas ocupan en la sociedad, y lo que es más determinante, el lugar que a cada uno corresponde en ese ethos posmoderno llamado “mercado”, una suerte de supra sociedad dotada de poderes incontrarrestables, y a juzgar por el curso de los actuales acontecimientos, irreversibles.

Desde luego, cualquier diferenciación entre los seres humanos es odiosa, pues, en rigor, somos todos miembros de una misma especie, aunque, en desmedro de la demagogia, bien sabemos que ello implica ciertos matices muy poderosos que operan en sentido contrario, como el nivel educacional, el origen étnico, los ingresos monetarios, los lugares de residencia, los contactos, la heráldica.

No obstante la persistencia con que afloran esas diferenciaciones, aún cabe preguntarse qué tan ciertas son, pues, en la práctica, sólo inducen a confusión, nutriendo el paradigma de la falsa homeostasis social. Así, por ejemplo, cuando se habla del estrato ABC1 se lo hace pensando en los ricos (los AA), o en los más próximos a la riqueza (los B y los C1); luego siguen los C2, C3 hasta llegar a los D (una categorización calcutense). Pero, más que el establecimiento de un “orden” socioeconómico que permite el funcionamiento del sistema, lo que hoy tenemos en Chile es un “consenso” tácito de un modelo impuesto, cuyo único propósito es mantener un statu quo facilitador de la riqueza y de la pobreza. La estructura socioeconómica actual del país sólo permite una sola gran diferencia: ricos y pobres. Más ricos, menos ricos; más pobres, menos pobres.

Se es rico cuando se tiene todo, y se es casi rico cuando se tiene casi todo. A contrario sensu, se es pobre cuando no se tiene ni siquiera lo básico, y se es casi pobre cuando apenas se tiene lo básico. Eso de la clase media como el jamón del sándwich que le da sabor y color a la marcha económica del país –con todas las formas y explicaciones que se le den para moldearla como entidad–, no es más que una antojadiza triquiñuela del sistema de clasificación taxonómica. La clase media es gaseosa, a diferencia de la solidez de la pobreza y de la riqueza.

El paradigma anterior a los años setenta que sostenía que Chile era un país pobre, con escasa escolaridad y serios problemas de alimentación y de salud, y carencia de viviendas, se desplomó hace mucho rato, a manos del crecimiento económico y del auge de las exportaciones y de la masividad de las importaciones, o como llaman los entendidos, debido a la “expansión del mercado”. Todo lo cual –se supone– derivó en un nuevo paradigma, esta vez más ridículo e inmoral: Chile tiene un ingreso per cápita de US$ 15 mil. ¿Quién es estará quedando con los 75 mil dólares de mi familia?

Sin embargo, debido a la consabida mala distribución del ingreso, aún no podemos superar la barrera entre crecimiento y desarrollo. Por lo tanto, todavía deberíamos considerarnos un país pobre, a cuya cabeza existe una selecta clase de ricos. En virtud de lo anterior, lo que hoy tenemos en Chile es una sociedad de unos pocos ricos y una gran cantidad de pobres. Polaridad social que nos mantiene en permanente y creciente conflicto. La supuesta clase media no existe. Ella es una ficción destinada a separar a ricos y pobres. En una escala de 1 a 10 los ricos se ubicarían del 1 al 5, y los pobres empezarían en el 6. Se trata, en síntesis, de matices de riqueza y matices de pobreza.

Hace unos días se conoció el Índice de Desarrollo Humano (IDH) entregado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que sitúa a Noruega como el país de mejor calidad de vida entre 187 naciones evaluadas a nivel mundial. Chile ocupa el lugar 44. Lo curioso es que el informe del PNUD ubica a nuestro país en el mismo grupo que Noruega, es decir, en aquellos con un “muy alto” nivel de IDH, grupo que integran potencias económicas como Estados Unidos, Alemania, Japón y otros de primer orden, y que completa Barbados en el puesto 47. Los otros tres grupos incluyen a países con “alto” nivel (del 48 al 94), “medio” (del 95 al 141) y “bajo” (del 142 al 187).

¿Por qué Chile pertenece a ese conjunto de países desarrollados, si todos sabemos que nos falta mucho para eso, y tal vez nunca lo logremos? La respuesta, con toda seguridad, debe ser más compleja que la pregunta. Noruega está en el primer lugar por una razón tan simple como que eliminó la pobreza distribuyendo la riqueza, no repartiendo bonos en los campamentos ni engordando el asistencialismo que tantos réditos da al mundo político, sino invirtiendo sus ingresos (crecimiento económico) en las personas y en la institucionalidad social (desarrollo humano).

Su población puede dormir tranquila porque sabe que el crecimiento económico se traduce en desarrollo humano. El Estado garantiza educación, salud, vivienda, seguridad social. La única vía que explica este “milagro” es la altísima carga tributaria que paga el capital. No existe otro misterio.

Mientras Chile mantenga el modelo de crecimiento sin distribución, que sólo sustenta a la riqueza en perjuicio de la pobreza, es imposible que escalemos en el IDH. Pensarlo de otra manera, es no querer ver la realidad, y hacer de ella un relato acomodaticio, que más que justificar la riqueza, justifica la existencia de la pobreza como sostén de aquélla.

En resumen, Chile no tiene clase media, sino distintos estratos de pobreza que aspiran a la riqueza, ello debido al alto endeudamiento de quienes son bombardeados a diario con la idea de acumular bienes, entre los cuales se pondera a la educación como importante bien de consumo, a la altura de plasmas LED o condominios enrejados, y no en mejorar su calidad de vida, cuestión de la que se ocupa el verdadero desarrollo humano.

Si tenemos fiordos tan hermosos y salmones de tan buena calidad como los noruegos, ¿por qué no nos deshacemos de la pobreza y repartimos la riqueza como ellos, antes de fagocitarnos entre nosotros mismos?

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