domingo, 25 de diciembre de 2011

Bachelet: la mejor candidata… de la derecha

Patricio Araya G.
Periodista

En los casi dos años de gobierno, los vaivenes de la contingencia –desde las consecuencias del 27F hasta el movimiento estudiantil– han evidenciado lo incómodos que se sienten los miembros del gabinete del Presidente Sebastián Piñera en sus respectivos ministerios. Partiendo por los sueldos “reguleques” de sus titulares, pasando por la falta de autonomía en materia de decisiones –la burocracia estatal tiene fortalezas que se transforman en amenazas reales, hoy agudizadas por la personalidad omnipresente del gran jefe–, es lógico que muchos de ellos terminen pateando la perra, y haciendo de la renuncia su única válvula de escape posible. La vida en el mundo privado siempre transcurre más calmada que en el despacho ministerial.

En su mayoría, los actuales ministros, así como otros altos funcionarios públicos, provienen de la gran empresa, realidad en la que ellos siempre decidieron desde lo macro hasta los más mínimos detalles. Son ejecutores más que ejecutivos rindiendo cuentas, hacedores de cosas más que empleados obedientes; emprendedores, académicos o profesionales de libre ejercicio, y por tanto, poco acostumbrados a un mega Ejecutivo que les recuerde a diario que dependen de su exclusiva confianza. Mucho menos están habituados a ser devueltos al redil cada vez que quieren arrancarse con los tarros. Salvo excepciones –Mathei, Longueira, Lavín, Chadwick–, no entienden la nomenklatura estatal. Sólo sienten que dieron un paso en falso y que se metieron en las patas de los caballos. ¡Uf!, esto no es lo que imaginaban cuando soñaban con ser ministros. Sin duda alguna, se sabían más seguros y se sentían más a gusto en sus oficinas de El Golf o Sanhattan, o en alguna gerencia o presidencia menos visible que el terreno fiscal.

Pero como la vida siempre ofrece segundas oportunidades, los políticos profesionales, tanto oficialistas como opositores –sin querer queriendo– podrían aliviar la dura tarea de de estos servidores públicos, y así permitirles el retorno a su tierra prometida –la del business– de donde nunca debieron salir. En efecto, tras algunos jaloneos, más para la galería que para la platea, actores de todas las tendencias hoy parecen estar muy de acuerdo en la tesis de que la ex presidenta Michelle Bachelet es la única solución para que unos salgan y otros entren al baile sin que nadie lo note.

La primera premisa –bastante cierta– es que Bachelet es “la” carta presidenciable de la ex Concertación. Tanto, que la sola impresión de su nombre en la papeleta de diciembre de 2013, podría revocar la condición de “ex” de ese conglomerado, rescatándolo de la morgue en la que se encuentra a la espera de autopsia –aunque todos saben las causas del deceso. Todo otro nombre proveniente de ese sector no pasa de ser otro volador de luces, o en su expresión más mezquina, ni siquiera supera la patética analogía del niño que enloqueció de amor. En fin. Cada uno tiene derecho a soñar con lo que quiera.

Todos en la ex Concertación saben que el juego de sentarse frente al espejo diciendo “yo quiero ser presidente”, no es más que la recreación del gag que hiciera famoso el comediante Fernando Alarcón, cuyo personaje solía fantasear con roles imposibles para su edad e intelecto. La ilusión terminaba cuando su madre entraba a la habitación y lo mandaba a peinarse, y luego a sentarse a la mesa. Todos saben que cuando quiera, Michelle Bachelet puede mandar a muchos a peinarse, o a sonarse los mocos. Ella es y se sabe “la” candidata opositora.

A estas alturas también debería quedar muy claro que esa gabela incansable de la dicotomía entre “izquierda” y “derecha”, más que una cuestión ideológica entre socialismo real y capitalismo salvaje, más filosófica, o menos filosófica –incluso, si existiera la mentada ideología–, sólo sirve para libretear algunos programas “políticos” como Estado Nacional o Tolerancia Cero. Lo demás es música. La política, en su sentido más práctico, es la que se debate en los medios de comunicación, y que remite sólo al ámbito de los acuerdos, de los consensos, donde se hace poco y nada por marcar la diferencia. En esto no existe –no cuenta– la masa. Aquí sólo deciden las élites bajo los preceptos del beneficio mutuo y del Estado como botín. Eso de “el pueblo” o “la gente”, no es más que entretención para la galería. La platea sabe cuándo, dónde, cómo y con quiénes ponerle play al arreglín de turno.

La segunda premisa –o sospecha– es que el oficialismo no sólo no tiene presidenciables, sino que no le interesa tenerlos. Los Golborne, los Allamand, o cualquiera otro elevado a los cielos electorales por las santas encuestas, es sólo una estrategia comunicacional forzada: el Gobierno va por su reelección. La estrategia –al parecer– es tener nombres y no candidatos reales. ¿Acaso a la derecha no le interesa conservar el poder? Es probable que en su íntima convicción concluya que no necesita el poder político. La derecha tiene el poder económico, y éste subyuga al poder político. Con eso es suficiente. ¿Por qué complicarse la vida lidiando con un Estado incontrolable y legalista, con una población indómita, que ha hecho del asistencialismo su forma de vida? ¿La mera vocación por lo público es motivo suficiente para soportar los sinsabores del ejercicio gubernamental? La derecha económica no necesita gobernar el país para acrecentar su riqueza, necesita controlar el mercado. Y eso lo viene haciendo mejor que nadie desde 1975. Con o sin democracia.

Bachelet asegura paz social, y es eso lo que tras su arribo a La Moneda la derecha, guitarra en mano, no ha sabido garantizar. Paz social no en términos de menos delincuencia, sino en el sentido de más tranquilidad, mayor felicidad. Los empresarios necesitan que el pueblo esté contento para que produzca, que sienta que es importante. El “populacho” es feliz cuando le traen espectáculos gratuititos, tipo muñeca de cobre, o cualquier lesera macondiana; la gente en las poblaciones se fascina con las batucadas, con el teatro a mil, con un concierto de Illapu o de Los Jaivas, con la Cumbre Guachaca, en suma, con la alegría del arco iris que la hace evocar la lucha contra la dictadura. La gente “necesita” ese relato épico, inclusivo, participativo. La gente quiere sentirse importante, considerada, y aspira a que el inquilino de La Moneda sea empático, que se fotografíe con las mujeres, con los niños, con los ancianos, que sea un besador profesional, que corte cintas y que esté siempre sonriente, que se emocione frente al dolor y que salte de alegría cuando Chile le gana a Argentina, que baile cueca y que empine el codo como todo buen chileno.

Michelle Bachelet es prenda de garantía para unos y otros: felicidad para la galería y riqueza para la platea. La ex Concertación podría reverdecer laureles con ella en Palacio, y resucitar su llanto ahogado durante cuatro años por falta de oxígeno fiscal. Los empresarios podrían estar tranquilos viendo engordar sus alcancías, sus trabajadores estarían contentísimos con el pan y circo del gobierno. Un tercer gobierno “socialista” post dictadura para nada sería una amenaza contra el capital. Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, siendo “socialistas”, gobernaron con y para la derecha. Nicolás Eyzaguirre, ministro de Hacienda de Lagos, fue elegido por los empresarios como el mejor ministro del siglo. Sus razones habrán tenido para ensalzarlo de esa manera. El aumento de la desigualdad social es el vívido ejemplo de esa realidad.

Entonces, ¿por qué la derecha tendría que desgastarse con un segundo gobierno, si a las claras no sabe hacerlo en clave populista? O sea, le cuesta establecer un diálogo fluido con la población. Hay desconfianza mutua. La compra de Colo Colo a Piñera no le dio los resultados “populares” que él esperaba, porque no es colocolino, es hincha de Católica; en cambio, a Bachelet sí le sirvió montarse en un Mowag. El chileno común y corriente vio un pie forzado en el primer caso, y un gesto de empatía en el segundo. La ex Concertación es maestra en ello: maneja la sensibilidad social, tiene esa cosa garcíamarquiana de engrupir a la masa. La derecha es insuperable haciendo negocios.

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