Cristián
Pino, Santa Isabel no te conoce
Patricio Araya
Periodista
@patricioaragon
¿Estamos
en la antesala de la violencia social desatada? Al parecer, sí. El pasado
lunes, mientras reporteaba en las afueras del supermercado Santa Isabel de
Maipú, el periodista Cristián Pino (Canal 13) fue sacado a golpes del lugar por
un supuesto guardia del local, que resultó ser el propio gerente del
establecimiento, identificado como Luis David Mena Henríquez.
A
simple vista, la violencia chilena tiene –al menos– dos expresiones: la que de
manera legítima e ilegítima ejerce el propio Estado, y la que “norma” la vida
social, a manos de innúmeros salvajes. Si bien es cierto que antes de 1973
Chile ya era un país bastante violento, se volvió mucho más tras el golpe de
Estado. A partir de entonces, la violencia se validó, y en gran medida, comenzó
a verse con buenos ojos. Los crímenes ya no eran delito, eran actos de
patriotismo. La vida humana se desvalorizó.
Para
peor, en marzo de 1990 Chile dio inicio de manera consensuada a la tercera fase
de la dictadura cívico-militar, la de la democracia-fascista, imperante hasta
hoy, una simulación de democracia plena. Se dejaban atrás las dos primeras
etapas –la fase terrorista del exterminio e imposición del modelo
socioeconómico (1973-1980), y la del fascismo-democrático (1980-1990), una vez
promulgada la Constitución portaliana de Pinochet, y cuando éste se creyó
Presidente. Dentro del consenso alcanzado entre vencedores y vencidos del 73 y
del 88, éstos estipularon en marzo de 1990 recurrir a la violencia sólo en caso
necesario. Y así se ha hecho hasta hoy (ejercicios de enlace, acuartelamientos,
matanza de mapuches, represión estudiantil y social, imposición de leyes
abusivas, impunidad institucionalizada, protección de la gran propiedad privada).
La
violencia actual es a cuentagotas, omnipresente, surge en cualquier lugar y momento,
se viste de civil o de uniforme, incluso, de sotana; no conoce género ni clase
social; es sostenida, sistemática, explícita en todo momento; cultural. Jamás
es inofensiva ni inocua. No obstante, aún es posible agregarle otro
ingrediente. La violencia chilena se arraiga en el más profundo sentido de la pertenencia.
No de esa pertenencia entendida como el interés natural de sentirse parte de
algo, sino de aquella paroxística, esquizoide,
donde unos pocos se saben dueño de todo, y que, incluso, tienen la
convicción que las personas a su servicio también les pertenecen, para lo cual
el propio sistema provee una herramienta ultra necesaria para sostenerse
asimismo: la impunidad.
La
agresión física sufrida por el periodista Cristián Pino, por parte del gerente
del Santa Isabel, Luis David Mena Henríquez –mientras captaba imágenes con su
celular del subterráneo inundado del referido local–, debe ser entendida en el
contexto del sentido de pertenencia que le asiste al agresor, y a la del propio
Horst Paulmann, dueño del retail Cencosud. Ambos entienden que, al no
pertenecer a su feudo, el periodista puede y debe ser agredido, en la medida
que unas imágenes de su boliche inundado, captadas desde el exterior, son leídas
por ellos como una amenaza real, que puede dañar su prestigio.
Sin
embargo, ni a Luis Mena Henríquez, como gerente del local, ni mucho menos a
Horst Paulmann, como dueño de Santa Isabel, les preocupa la precaria situación
en que se desenvuelven los niños embaladores que trabajan en su cadena. Ese
abuso infantil no los violenta, como sí lo hacen las imágenes de su
estacionamiento inundado; ninguno de los dos siente que su prestigio
empresarial está en juego cuando sus cajeras son obligadas a cumplir extensas
jornadas sin ir al baño, o cuando sus trabajadores son obligados a reetiquetar
productos vencidos.
Paulmann
y sus gerentes –así como otros tantos malos empresarios– actúan seguros en un
sistema que los ampara, que les garantiza impunidad, y que relativiza la vida
de los trabajadores, su dignidad y su trabajo. Ello hace comprensible la
actitud contra el periodista Cristian Pino. Nuestra enclenque democracia es incapaz
de garantizar el libre ejercicio del periodismo. Peor aún, no resiste presiones
empresariales, ni tampoco puede preservar el uso de la fuerza a quienes
corresponde ejercerla de manera legítima. Ésta, en su fase violenta, hoy está
en manos de cualquiera que sienta que puede recurrir a ella, sin importar si es
legítima u oportuna.
La
seguridad del sistema económico imperante en Chile radica en su origen. Él fue
impuesto por un grupo de civiles que contó con la fuerza de las armas, de modo
que en su esencia es antidemocrático, y tiende a identificar en el uso de la
violencia su mejor autoprotección. El sistema no discute, impone; no transa,
ejecuta.
Según
su eslogan publicitario, ¿a quién conoce Santa Isabel? En rigor, Santa Isabel
no conoce a nadie, más bien desconoce a su clientela. Cencosud reconoce a
quienes legitima, no como sus clientes, sino como a aquellos que lo legitiman a
él, es decir, a quienes por un lado se muestran dispuestos a ser abusados, y
por otro, no tienen mayores inconvenientes en justificar los abusos cometidos
por el retail contra más de 600 mil usuarios de una de sus tarjetas de crédito.
Al
periodismo le asiste el deber de denunciar la violencia, cualquiera sea su
origen y destinatario, cualquiera sea su justificación. Es repudiable e
inaceptable la cobarde golpiza sufrida por el periodista Cristián Pino, quien más
que ser agredido por un centinela del feudo, fue víctima de la cultura
violentista utilizada para sustentar la gran propiedad. Como siempre, en este
caso tampoco habrá culpables. Canal 13 tampoco los buscará, hay demasiado en
juego como para meter bulla por un periodista golpeado. Nada que una licencia
médica pagada por un “accidente laboral” no pueda subsanar.
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