¡Váyanse
todos!
Patricio Araya
Periodista
@patricioaragon
“Estoy
contenta. Me encanta esta etapa. Lo que a mí no me acomoda es cuando los
períodos electorales se transforman en algo distinto a lo que debieran ser, al
debate de las ideas, de las propuestas. Me refiero a cuando se transforman en
campañas del miedo, guerras de guerrillas absurdas que además provoca que los
ciudadanos se sientan confundidos, enojados, no les gusta”, afirma
Michelle Bachelet en Publimetro. Y
agrega:”Esto de la campaña, de estar en
contacto con la gente, siento que vale la pena. Si no, no habría vuelto. Sentí
que podía contribuir. En mi vida mi prioridad es eso, contribuir. Y no podía
quedarme fuera”.
A
simple vista es posible percibir que Bachelet está incómoda, ella quiere
debatir ideas, propuestas, y no tener que ser testigo de peleas rascas. Tal vez
está arrepentida de haber abandonado su pega en la ONU para regresar a lo mismo
de siempre. Sin embargo, ella está desconectada de la calle. Sus asesores,
sus avanzadas, sus anfitriones, le arman “encuentros ciudadanos” en comunas
dirigidas por alcaldes concertacionistas –no comunas concertacionistas–, la
suben y la bajan de escenarios como a Shakira, nadie puede conversar con ella,
sólo tocarla a la pasada; ningún vecino puede plantearle nada, no hay tiempo.
Ni interés.
Su
rostro denota que no quiere seguir perdiendo su popularidad a manos de unos que
ya se farrearon la que alguna vez tuvieron. Tampoco le debe resultar muy
atractivo el cambio de candidato en el oficialismo. Antes de su regreso al
país, la pregunta era: ¿quién le puede ganar a Bachelet? En la Alianza
resolvieron esa pregunta no desde la doctrina, sino desde la obviedad de las
encuestas y el marketing, y pusieron en el tablero a un candidato ajeno, como
Laurence Golborne, conscientes que él respondía a la misma lógica que había
llevado a Bachelet a La Moneda: el populismo, la imagen. A ella le bastó
subirse a un tanque; a él, un derrumbe.
Desde
esa perspectiva, Golborne era el candidato ideal para enfrentarse a una ex
mandataria con altos índices de popularidad, sin mucha densidad ni liderazgo
político palpable –no se sabe de obra alguna de su autoría que permita conocer
su pensamiento. Ella fue incapaz de golpearle la mesa al rey de España y a
Chávez cuando se palabrearon delante suyo en Santiago; no tuvo carácter. Igual
en el caso de la madrugada de 27 de febrero de 2010 en la Onemi, cuando las
órdenes las daba la Jupi, su secretaria.
Con
la entrada del ex ministro de Economía en escena la pregunta se invirtió:
¿quién le puede ganar a Pablo Longueira? Al parecer, estamos ad portas de un
nuevo cambio de candidato, esta vez en la Concertación. Bachelet no posee ni el
histrionismo ni las agallas de Ricardo Lagos. Si Golborne servía para disputarle
la popularidad a Bachelet, resulta evidente que ella no es la mejor candidata
para enfrentar a un duro como Longueira. No obstante, esto no cambia las cosas
para la candidata opositora ni para la elite de la que ella forma parte –esa
clase desconectada de la calle, de los sueldos de hambre, de las pensiones de
miseria; esa elite que hace mucho se deshizo de esa lucha entre
capital y fuerza de trabajo, y en su reemplazo adhirió al modelo que la
enriqueció, que la instaló en directorios de empresas, que le aseguró cupos
parlamentarios y premios de consuelo, como embajadas, ministerios,
intendencias, gobernaciones–, sí para sus adláteres, los únicos que se juegan algo importante en
esta y en cualquier elección.
En
especial la candidatura de Bachelet tiene un extraño sabor a agencia de
empleos. En torno a ella pululan miles de interesados, dotados de una
particular “vocación” por el servicio público… ¿Cuántos serán… 3 mil, 5 mil
servidores? Ellos son los únicos y reales interesados en que su candidata convierta.
La nueva elite, la conformada por los vencedores y vencidos del 73 y del 88, nunca
es afectada por el resultado. En cualquier caso usarán una “O” en la solapa, ya
sea la de oficialismo, ya sea la de oposición.
Que
Bachelet gane o pierda en noviembre, incluso, que sea reemplazada en la
papeleta del general Cheyre, no es relevante; tampoco lo es si gana Longueira o
Allamand. Todos son parte de la elite, y ésta ya se acomodó hace muchos años,
es inmune a la derrota. Al final del día, tampoco tendrá ninguna importancia si
Camilo Escalona y Gutenberg Martínez, se confabularon o no para botar las
primarias, con tal de retener su escaño y el de Soledad Alvear, o si la mitad
de la DC se une a RN para apoyar a Allamand, con tal de no competir con
Longueira, o si Alianza y Concertación se “parearon” para salvar a Bachelet por
el caso Tsunami, y a Longueira por el Censo 2012…
Al
contrario de lo que suele decir Coco Legrand en sus presentaciones, respecto
que “todo ha cambiado en este país”, en nuestra política, nada ha cambiado, ni
tampoco cambiará, salvo que la calle diga lo contrario, salvo que la gente, la
people, el pueblo, la chusma –aquella masa obediente que a diario realiza el ejercicio
de la esclavitud, en favor de la acumulación de riqueza de la elite– se una y diga ¡basta
ya!
Fuera
de aquí los conglomerados que han hecho del consenso una forma de
enriquecimiento y de impunidad, fuera de aquí aquellos que han encontrado en la
sobrerrepresentación la mejor forma de validarse, que han avalado la esclavitud
y la sumisión de un pueblo entero, que han hecho de Chile una Sudáfrica
segregada.
Quiero
que mis nietos vivan en un país que el 5 de octubre de 1988, les prometí a mis
hijos, y que hasta hoy me ha sido imposible mostrarles.
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