domingo, 14 de julio de 2013

En Valparaíso está el centro social

Patricio Araya
Periodista
@patricioaragon

Cuentan que una de las diversiones preferidas de los habitantes de Aracataca, el pueblo natal de Gabriel García Márquez, es reírse de los visitantes que llegan por esos lados preguntando dónde queda Macondo. “Es por ahí”, le señalan a alguno. “Ya se pasó, es más atrás, devuélvase”, le explican a otro. Es un cuento de nunca acabar porque Macondo sólo existe en la mente prolífica de Gabo. Algo similar ocurre cuando alguien llega preguntando a Valparaíso dónde queda la ciudad Patrimonio de la Humanidad. “Es por ahí”. “Eso en realidad corresponde al casco histórico, por allá, pasado la plaza Aníbal Pinto”. “Parece que esa cuestión es puro grupo”. “No sé”, y así hasta el aburrimiento y la desilusión absoluta.

En verdad el Valparaíso patrimonial, así como el de los cerros, no ha logrado trascender la declaración hecha por la UNESCO hace 10 años. Su abandono es tan evidente que es imposible no mencionarlo como señal de su destrucción. Si alguien imaginó que esa noble declaración iba a transformar a Valparaíso en un nuevo San Francisco con su respectivo Golden Gate, entre Playa Ancha y Caleta Abarca, o en una Venecia con góndolas y todo, o en una Roma con su Fontana de Trevi, fue sólo producto de su ilimitado amor por el Puerto.

Hace treinta años tuve ocasión de realizar un reportaje para UCVTV sobre el centenario de los ascensores de Valparaíso, titulado “Entre el cielo y el mar”. Para entonces yo era un joven estudiante en práctica en el antiguo canal 4, y se me asignó la tarea de producir ese material. Confieso que la idea me pareció harto menos entretenida que la cobertura que por esos días hacíamos de las “apariciones” de la Virgen en un cerro de Peñablanca, hasta donde habíamos sido atraídos igual que muchos otros, que juraban a pie juntillas haber visto a la madre de Dios, tal como aseguraba el ya fallecido Miguel Ángel Poblete.

A mediados de 1983 emprendí la búsqueda de los catorce ascensores que aún funcionaban en Valparaíso, desde el Barón hasta el Villaseca, a escasos metros del terrorífico cuartel Silva Palma, utilizado en la época de la dictadura cívico-militar como centro de detención y tortura por la Armada. En ese recorrido descubrí que mi ciudad natal era mucho más que una locación utilizada por el incipiente cine que se rodaba en aquellos años, era, por sobre todo, una ciudad de aromas, colores y sonidos irrepetibles, que tres décadas después, se mantienen incólumes, inmortales, inolvidables; un lugar donde el viento era protagonista, y donde yo era un volantín.

Valparaíso pudo ser la ciudad perfecta, lo tuvo todo para ser la mejor de Chile, pero unos cuantos irresponsables a cargo de ella, cada vez que pudieron evadieron sus obligaciones, miraron para el lado y al primer descuido se robaron todo lo que pudieron. Valparaíso todavía puede ser el mejor sitio del mundo para nacer, vivir, trabajar, estudiar, enamorarse, soñar, pero los irresponsables de siempre continúan oponiéndose a esos propósitos; a diario se esmeran en mantenerla sucia y pestilente. Nunca han entendido de qué se trata esa cuestión de Patrimonio de la Humanidad.

Valparaíso es tan vasto, generoso e inimaginable, que no cabe en un mapa ni en mente humana; supera con largueza la simple denominación de ciudad, de pueblo o comuna; es mucho más que un lugar cualquiera en el mapamundi, diseminado por ahí, desde Vancouver al Cabo de Hornos; desde Quito a Hong Kong. Para los porteños de cuna Valparaíso es nuestro Macondo inventado por sus miles de Gabos, un imaginario personal sobre el cual, sin proponérselo siquiera, la UNESCO lanzó una sentencia terminal.
La declaración de Patrimonio de la Humanidad, más que poner “en valor el patrimonio urbano de la ciudad”, ha desatado una correría de intereses particulares, que poco y nada tienen que ver con la conservación y dignidad de una ciudad de la calidad e importancia histórica y cultural de Valparaíso.

Sepan los que tienen la responsabilidad de cuidar, asear, proteger, embellecer, hacer crecer la ciudad de Valparaíso, que ella es un puñado de sentimientos que se lleva tatuado en el ventrículo izquierdo; es una manera de ser, una forma de vivir la vida al ritmo de un tango; es el viento invencible de Playa Ancha; es una conversa tinto en mano al calor de una fogata callejera, sobre los adoquines mojados, escuchando el chirrido de las ruedas de las carretas y las herraduras de los burros de carga; es un enjambre de gritos humanos y cantos de gaviotas y pájaros que vuela de mar a cerro; Valparaíso es la casa encumbrada en la punta de un cerro que huele a brasero humeante, a sopaipillas pasadas, a pescado frito, a bodega de licores y frutos secos; Valparaíso es el hábitat de la nostalgia, el espacio propicio de la cultura donde se forjó parte importante del saber de un pueblo entero, es sede de cuatro de las más importantes universidades tradicionales y de otras tantas privadas. Y sépalo señor Longueira, el verdadero centro social está en la plaza de la Victoria, porque “como tú no hay otra igual”.


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