En Valparaíso está el centro social
Patricio Araya
Periodista
@patricioaragon
Cuentan que
una de las diversiones preferidas de los habitantes de Aracataca, el pueblo
natal de Gabriel García Márquez, es reírse de los visitantes que llegan por
esos lados preguntando dónde queda Macondo. “Es por ahí”, le señalan a alguno.
“Ya se pasó, es más atrás, devuélvase”, le explican a otro. Es un cuento de
nunca acabar porque Macondo sólo existe en la mente prolífica de Gabo. Algo
similar ocurre cuando alguien llega preguntando a Valparaíso dónde queda la
ciudad Patrimonio de la Humanidad. “Es por ahí”. “Eso en realidad corresponde
al casco histórico, por allá, pasado la plaza Aníbal Pinto”. “Parece que esa
cuestión es puro grupo”. “No sé”, y así hasta el aburrimiento y la desilusión
absoluta.
En verdad el
Valparaíso patrimonial, así como el de los cerros, no ha logrado trascender la
declaración hecha por la UNESCO hace 10 años. Su abandono es tan evidente que
es imposible no mencionarlo como señal de su destrucción. Si alguien imaginó
que esa noble declaración iba a transformar a Valparaíso en un nuevo San
Francisco con su respectivo Golden Gate, entre Playa Ancha y Caleta Abarca, o
en una Venecia con góndolas y todo, o en una Roma con su Fontana de Trevi, fue
sólo producto de su ilimitado amor por el Puerto.
Hace treinta
años tuve ocasión de realizar un reportaje para UCVTV sobre el centenario de
los ascensores de Valparaíso, titulado “Entre el cielo y el mar”. Para entonces
yo era un joven estudiante en práctica en el antiguo canal 4, y se me asignó la
tarea de producir ese material. Confieso que la idea me pareció harto menos
entretenida que la cobertura que por esos días hacíamos de las “apariciones” de
la Virgen en un cerro de Peñablanca, hasta donde habíamos sido atraídos igual
que muchos otros, que juraban a pie juntillas haber visto a la madre de Dios,
tal como aseguraba el ya fallecido Miguel Ángel Poblete.
A mediados
de 1983 emprendí la búsqueda de los catorce ascensores que aún funcionaban en
Valparaíso, desde el Barón hasta el Villaseca, a escasos metros del terrorífico
cuartel Silva Palma, utilizado en la época de la dictadura cívico-militar como
centro de detención y tortura por la Armada. En ese recorrido descubrí que mi
ciudad natal era mucho más que una locación utilizada por el incipiente cine
que se rodaba en aquellos años, era, por sobre todo, una ciudad de aromas,
colores y sonidos irrepetibles, que tres décadas después, se mantienen
incólumes, inmortales, inolvidables; un lugar donde el viento era protagonista,
y donde yo era un volantín.
Valparaíso pudo
ser la ciudad perfecta, lo tuvo todo para ser la mejor de Chile, pero unos
cuantos irresponsables a cargo de ella, cada vez que pudieron evadieron sus
obligaciones, miraron para el lado y al primer descuido se robaron todo lo que
pudieron. Valparaíso todavía puede ser el mejor sitio del mundo para nacer,
vivir, trabajar, estudiar, enamorarse, soñar, pero los irresponsables de
siempre continúan oponiéndose a esos propósitos; a diario se esmeran en mantenerla
sucia y pestilente. Nunca han entendido de qué se trata esa cuestión de
Patrimonio de la Humanidad.
Valparaíso
es tan vasto, generoso e inimaginable, que no cabe en un mapa ni en mente
humana; supera con largueza la simple denominación de ciudad, de pueblo o
comuna; es mucho más que un lugar cualquiera en el mapamundi, diseminado por
ahí, desde Vancouver al Cabo de Hornos; desde Quito a Hong Kong. Para los
porteños de cuna Valparaíso es nuestro Macondo inventado por sus miles de Gabos,
un imaginario personal sobre el cual, sin proponérselo siquiera, la UNESCO
lanzó una sentencia terminal.
La
declaración de Patrimonio de la Humanidad, más que poner “en valor el
patrimonio urbano de la ciudad”, ha desatado una correría de intereses
particulares, que poco y nada tienen que ver con la conservación y dignidad de
una ciudad de la calidad e importancia histórica y cultural de Valparaíso.
Sepan los
que tienen la responsabilidad de cuidar, asear, proteger, embellecer, hacer
crecer la ciudad de Valparaíso, que ella es un puñado de sentimientos que se
lleva tatuado en el ventrículo izquierdo; es una manera de ser, una forma de
vivir la vida al ritmo de un tango; es el viento invencible de Playa Ancha; es
una conversa tinto en mano al calor de una fogata callejera, sobre los
adoquines mojados, escuchando el chirrido de las ruedas de las carretas y las
herraduras de los burros de carga; es un enjambre de gritos humanos y cantos de
gaviotas y pájaros que vuela de mar a cerro; Valparaíso es la casa encumbrada
en la punta de un cerro que huele a brasero humeante, a sopaipillas pasadas, a
pescado frito, a bodega de licores y frutos secos; Valparaíso es el hábitat de
la nostalgia, el espacio propicio de la cultura donde se forjó parte importante
del saber de un pueblo entero, es sede de cuatro de las más importantes
universidades tradicionales y de otras tantas privadas. Y sépalo señor
Longueira, el verdadero centro social está en la plaza de la Victoria, porque
“como tú no hay otra igual”.
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